Primero escuché. Un crujido de garritas contra el esmerilado
de la banderola que mira hacia el duchero y hacia el piso del pozo de aire del
edificio, ducto miserable y vecinal condenado a filtrar, como el agujero de una
olla a presión, los vapores y rumores de la construcción.
Ahí estaba ella. El filo de la banderola casi podía dividir
su cuerpito en dos y su cola, larga, se balanceaba contra mis azulejos, lenta,
como un parabrisas.
El asco paraliza más que el miedo. Como si las neuronas se
fueran al vestuario, me quedé inmóvil, por un segundo, como un cuerpo vaciado que
no piensa, late. Cuando reaccioné, la cola se movía aún más rápido, estaba por
caerse al duchero como un suicida de película que se arrepintió colgado del
pretil mientras los bomberos, abajo, calibran la malla. Me aferré a la manija de la banderola, un
dispositivo que se desliza en un riel de metal incrustado en los azulejos. Cerré
con furia. No la vi más. Después de acomodar el corazón entre las costillas, me
sentí ganadora. La rata había vuelto a la miseria del pozo de aire.
Horas más tarde, cuando me estaba fumando el último cigarro
del día (sí, volví fumar) con los pies descalzos apoyados en el fogón de la
cocina, la veo pasar, campante pero con velocidad roedora hacia el atrás de la
heladera. Ese fuera de escena que siempre puede esperar, que sabés que un día
vas a enfrentar Agua Jane en mano con ademan de cowboy. Pero ahora puede
esperar. Porque es el atrás de la heladera y una no es madre y no estás adentro de un aviso de Fabuloso. Sabés que la chapita que voló de la Sirte
está ahí, que el imán de la Pasiva, también.
Se fue al living. Recorrió
a sus anchas. Se encariñó con la cajita del módem. Salió, ahora abajo
del sillón, todo el parquet. El parquet. Abrimos la puerta del apartamento y
allá, a las cansadas, salió al pasillo, salió a la calle y escapó con destino
incierto. Al entrar, el apartamento era
zona devastada y había olor a imposibilidad, a asco. Nada comparable a
constatar que la muy hija de puta cagó en tu cuarto y meó al lado de la mesa de
luz. Ahora ya no era enfrentar un bicho, era asumir una fobia, profunda y
sedimentada en algún lugar del inconsciente. A partir de ese momento mi mente hipocondríaca
asumió que el Hantavirus o la Leptospirosis (Leptospira interrogans, una bacteria del orden
Spirochaetales, de la familia Leptospiraceae) no tardaría en
manifestarse. Le contás a tus amigos, te
ofrecen sus casas, convertís la pesadilla en un relato ocurrente y por dentro
te agarrás a trompadas con tu suerte. En la escala de “hay cosas peores” las
ratas en tu cuarto rankean lindo.
Como material inflamable en la hoguera, desparramé la
botella de agua jane en el piso de madera. Necesitaba, de forma esquizofrénica,
asegurar que borraría todas las huellas del infame roedor. Esa noche no dormimos. El apartamento de alguna manera nos expulsaba
y ni siquiera teníamos un recodo donde guarecernos en 35 metros cuadrados.
Perdimos el olor habitual, ese que configura algo parecido a un hogar y no el olor
anómalo similar al de los boliches de día, cuando alguien trapea a lo bandido
los restos de la noche anterior.
Había otra rata. El
miedo había mutado a algo más parecido al asco, a la impotencia, a la suerte de
diciembre, en donde pensás que no te pueden pasar cosas malas, porque es
diciembre. Pero la promesa cristiana del empezar y terminar, no promete
inmunidad anti desgracias. Así que a los avatares que puedan ocurrir en el mes
de las fiestas hay que sumarle preocupaciones tan clásicas de la fecha como reconciliaciones
de familiares distanciados, la fruta abrillantada, la rotura de la heladera el
24, el corderito que no llegó en la encomienda de Young, la sala de espera de
los hospitales, los contestadores soretes en los servicios públicos y papa Noel,
que cada año le emboca menos a los talles desde la casa de salud del Polo
Norte. La Liga Sanitaria no tiene servicio de emergencia para control de plagas.
Había que encarar. Nos fuimos del apartamento. Dejamos veneno en el baño,
porque los indicios indicaban que el nuevo Splinter estaba ahí.
Hicimos la mochila con pesar. Agarrando cosas por las dudas
porque no sabés cuándo vas a volver y sentís que todo es importante. Entonces te
aferrás al secador y reflexionás con lo
que va quedando de sensatez, lo dejás, pero no transás con la crema de peinar. Pasó
noche buena, el cordero, el espumante. No recuerdo haber brindado. Pasó
navidad, el calor, la digestión de boa. El 26 volvimos al apartamento. Ahora
decididos. Estaba decidida a matarla con un pincho que rescaté de la cocina. No
me importaba nada. Me creía Rambo. Abrimos la puerta del baño. Se había comido
el veneno. Vaciamos todo. Tiramos todo. Incluso esas cosas que dentro de unos
meses nos van a hacer falta, cuando todo esto se haya convertido en una
anécdota. Porque todavía no lo es. La rata no aparecía. Puse una trampa.
Consejo de yapa: ojo, rebanan dedos sin problemas, casi me sucede pero creo que
diciembre se apiadó de mí y solo dejé una estela de sangre en el piso del baño.
Dudé en limpiarla. Tal vez a la rata le gustaba. Volvimos a irnos. A otra casa,
otra rutina, otra distancia.
Cuando me llegó la foto con la rata aplastada por la trampa,
en el laburo lo gritamos como un gol en la hora. Me quedé mirando la foto con
ese placer del asco que huele a mezquino triunfo. En el medio puse a prueba mi
retórica con los forros de la administración del edificio con una frase que
guardaré en mi acervo coercitivo: “estoy a un interno de hacerte una denuncia en
bromatología, yo que vos averiguo a cuánto está la unidad reajustable”. Funcionó.
La tarde en el apartamento se convirtió en un desfile de Vámonos Pest y
tarjetas de exterminadores arriba de la mesa -casualmente ratona-.
Ahora sé qué es una tapa sifón (si le falta eso al pozo del
edificio es que Splinter y compañía coparon la parada), estoy al tanto de que existen
varios tipos de ratas y que en la escala del peligro las de cola larga son las
hijas de puta; sé que existen varios tipos de veneno y el mejor son las
pastillas verdes similares a los caramelos Arcor y que alejarse de la casa de
uno y no poder regresar hasta que coloquen rejillas en las ventanas, duele. Ahora me creo invencible y que venga Abril
O'Neil a cubrir la escena
del crimen y a convencerme de lo contrario.