El día que apagué mi último cigarro
hice un pacto secreto con mi suerte: me dijo que no estaba segura de
acompañarme muchos años, y yo le pedí que no me abandone
cuando empiece a creerle.
Crucé los dedos y miré hacia adelante, como un político perverso que contempla su slogan en la valla de una carretera, sabiendo que el daño es irreversible, mientras promete a los allegados la esperanza de una vida mejor.
Entonces comencé a esperar que sucedan
esas cosas que deben sucederle a alguien que deja el hábito del
cigarrillo y pretendí superar una estadística de enfermedades
eventuales siempre asociadas a mis años de fumadora. A poco de
cumplir un mes sin fumar, y teniendo serias dificultades para
asimilar palabras como bacterias, virus, entre otras, consulté a ese
profesional de la salud denominado (una broma macabra del dios de la fonética) otorrinolaringólogo . Le manifesté que estaba contenta
porque había podido dejar de fumar y le comenté a la carrera que
últimamente me estaba quedando afónica sin causa aparente.
“A ver, abrí grande la boca”
Abrí. “Tenés un nódulo en la cuerda vocal izquierda”. NÓDULO.
Por un instante y como un dibujito japonés pude ver a uno de mis ojos
cristalizado y deforme reflejado en ese instrumento que los otorrinos
se colocan alrededor de la cabeza ¿Un nódulo? pregunté luego de
que la doctora despegara una gasa de mi lengua. Después de recibir
el recetario y el “pase”, me fui de la consulta sabiendo que el
siguiente escalón en la larga escalera de la desolación era acordar
hora y fecha con un médico al que tendría que visitar cada semana
para hacer ejercicios con la voz. Se llama Foniatra.
Las estadísticas del blog me revelan
que cuando escribo sobre situaciones arquetípicas, es decir,
aquellas que son una suerte de molde en el que cualquier fumador y ex
fumador puede verse representado, las visitas suben
considerablemente. Si bien es agradable que alguien lea del otro
lado, y que alguien se sienta identificado (ya lo insinuó el grande
de Aristóteles en su definición de tragedia) dejo
constancia acá, por la mitad de la página, que si lo que el lector
desea es leer su propia historia, no siga. Mejor invierta el tiempo
(cada vez más preciado) leyendo literatura, filosofía o titulares de
montevideo.com.
Dicho esto, el Casmu me proporciona
cinco números a los que debía llamar para agendar una cita con el o
la especialista de la voz y las cuerdas vocales. Una observación
que extraje de mi estudio de campo: en este país hay pocos foniatras
y muchos niños con problemas en el habla. Dos de los foniatras de mi
lista solo atendían niños. “Ahh, ok”, dije con mi voz grave y
con mi nódulo a cuestas, que no se ve, pero cada tanto me deja en
offside con un silencio obligado que se perpetúa un rato. Me invitan
a leer cuentos “en voz alta”. Digo que no, que estoy complicada.
Me dio cosa decir algo como: tengo una mierda en la garganta que me
silencia cuando quiere. Ok. Muchos niños con problemas en el habla.
Me gustaría saber qué problemas, por qué.
Uno, dos, tres, probando
Como un gol en la hora, llamo al último
número sin tachar de la lista. Le explico mi situación a la señora
que me atiende y advierto en mi tono un ademán mitad lastimoso,
mitad rabioso, mitad nomedigasqueno. Además, ya había pagado
cuatro sesiones por adelantado, porque el Casmu te obliga a hacer
esas cosas. Escucho pasar hojas de agenda a través del tubo del
teléfono. “Bueno, los jueves a las seis ¿te sirve?” preguntó,
no sin antes acotar que era su última hora. Incluso me sentí
contenta, esa alegría marrón de caja de zapato como cuando llegás
al Abitab y no hay diez tipos adelante en la fila. Después de un día
entero de llamados y negativas, había logrado mi hora con “la
especialista”. Luego reflexioné que el jueves es un día de
mierda para tener una rutina después del laburo, pero traté de no
autoflagelarme y me agarré a esa hora como a una balsa de piedra.
Toqué timbre. Una señora se desplaza
lentamente por el hall del viejo edificio y me juna desde atrás del
vidrio semi esmerilado mientras yo me hago la boluda y me saco el
chicle de la boca y lo tiro hacia la salvajada de una baldosa
céntrica. “Buenas, soy Carolina, hablamos ayer...¿el gol en la
hora?” Se ríe. Se acordaba. Me abre la puerta del ascensor, paso
primero (a la salida me avivé y la dejé pasar a ella).
El lugar no es un consultorio. Es un
apartamento con vida propia, como cualquier apartamento. Hay muebles,
cosas por todos lados, un repasador arriba de una silla. Sobre la
mesa del comedor (en seguida intuí que ese sería nuestro lugar y no
me equivoqué) hay de todo un poco y muchas agendas. Me invita a
sentarme en la silla de los “sin voz”. Ella está seria. Sabe que
yo no quiero estar ahí, pero me percibe voluntariosa. Nota mental: a
los foniatras les gusta la voluntad. Me vuelve a preguntar si soy
locutora. Le digo que no, pero me siento halagada. Hubo una época en
que las voces de locutor garpaban mucho en el salón de clase y en
las citas. Le explico que hablo mucho, que me gusta hacer gansadas
(y utilizo el impune e inventado verbo “gansear”) con la voz como
cantar La bestia pop en tono Shakira mientras trapeo el baño.
Ella me mira, me escruta, me observa.
Yo observo la escenografía. Atrás hay portarretratos de su familia.
Ya los conozco a todos. Su hija tiene mi edad. Me va a entender.
Tengo la sensación de que vencí su apatía. Me presta atención, no
tanto a la forma (como yo esperaba) sino a lo que digo. Le conté que
escribía. Hacemos un paréntesis y termino hablando de Escrito en la
ventanilla, del blog, de escribir en Uruguay, de ir a laburar a la
oficina y de olvidarse de los verdaderos oficios demasiadas horas al
día. Me hace preguntas que nadie me hizo jamás. Nunca fui a
terapia, pero debe ser algo parecido. Arrancar un chamullo personal
en una habitación que no te es familiar, con una persona que es
desconocida pero que, eventualmente, le pagás para que te ayude. No
me pareció una chanta y de hecho, aprendí la diferencia entre tono,
fuerza e intensidad, entre otras cosas. Le gustó que le dijera que
a la próxima clase volvía con libreta. Ella es profe, luego me
diría.
La sesión era de media hora y pasó
una hora y media. Se terminó porque sonó un timbre inesperado.
Agarré mi cartera y me desplacé hacia la puerta. Siempre me
pregunté a qué artimaña recurren los psicólogos para indicar que
tu hora terminó. En este caso no pude saberlo porque me di cuenta
antes. Bajamos por el ascensor repasando el ejercicio que me mandó
y algunos consejos. “Decile a tus amigos que no te visiten por
teléfono”, me dijo antes de que abriera la puerta del ascensor y
yo le dijera “adelante” en señal de respeto como a una gurú.
Abajo, al lado del timbre, aguardaba una chica a la que probablemente
le llevo diez años. Se aferró a su mochila y me miró tímidamente,
porque a los pacientes no les gusta cruzarse. Tenía una mueca
triste, de esas que se fabricaron un rato antes.
Oscurecía. Volví a 18 de julio por
una bocacalle finita. Allí estaban las luces, los bondis, el sonido
y la furia. Ni bien llegué a la parada, hice el primer ejercicio.
Vamo arriba con todo! Me gustó pila tu post. Abrazo. Llevo casi 4 años sin fumar. Y sigo muy feliz!
ResponderEliminarHola Carolina! Soy Loreley
EliminarBuenísimo tu artículo, yo hace 17 años que lo dejé y cada día me felicito por ello.Seguí para adelante que se puede.
Beso grande
Hola Carolina! Soy Loreley
EliminarBuenísimo tu artículo, yo hace 17 años que lo dejé y cada día me felicito por ello.Seguí para adelante que se puede.
Beso grande