Llegué con siete u ocho latas de
Cherry Coke y estaba dispuesta a volver. Tenía ese gusto forzado que
no lograría comercializarse a gran escala, pero en el concurso de
Color Inca las daban gratis y la fila era bastante corta. Acomodé
las latas en la heladera y me despedí de mi hermano, que ese día se
iba en una excursión a ver a los Ramones en Buenos Aires. Volví al
estacionamiento de Montevideo Shopping. Años antes, en el mismo
concurso, miles de niños como yo soportaban estoicos el calor y el
sol sobre sus nucas, agachados sobre el pavimento ejercitaban su
imaginación usando una gama de seis colores de una pintura que venía
en lápices gigantes, inviables para manos de niños. Cuando Mariana
ganó el primer premio, pudimos creerlo. Mi mejor amiga tenía
talento, y ahora también tenía un Nintendo. El arribo de la consola
al comedor de la casa de Mariana no solo significó una reestructura
del recinto, que incluía una mesita auxiliar con tele exclusiva para
el juego entre el aparador de la tele y el aparador de las copas,
sino una escalada del respeto entre todos los varones del barrio,
incluso los más grandes que días antes pispéabamos con admiración
infantil desde el murito. Ahora, mi amiga y yo -porque demás está
decir que ligué el beneficio de los amigos cercanos- habíamos
adquirido un extraño poder en nuestro reino de Magariños Cervantes.
A media tarde sonaba el timbre. Era alguno que quería saber si
podía jugar con nosotras. Al principio ni atendíamos. Estábamos
demasiado ocupadas intentando dar vuelta el Mario 1. Mariana tenía
un talento innato para las destrezas y quizás por ese motivo se
adueñó de Mario. Yo jugaba de Luigi, pero ni se me ocurría
protestar, después de todo, tenía la fortuna de jugar a discreción
y no iba andar con pretensiones. Al principio Mariana me ayudaba a
pasar las pantallas difíciles, aunque en materia de complejidad,
nada se comparó con la llegada del Mario 3. El subterráneo y
anaranjado mundo del Mario 1, mutaba en una colección ilimitada de
pantallas que incluían la posibilidad de patinar adentro de una
botita, de volar con una colita de castor o de escapar de un sol
furioso que se descolgaba del cielo y te perseguía. La consola, un
mamotreto de plástico gris -gris Nintendo- tenía la delicadeza de
incluir un botón de “Reset”, además de uno de encendido. En
adelante, el verbo “resetear” y todas sus conjugaciones, se
adherían a un vocabulario que ya había resignificado palabras
como : vida, hongo y caño. Si teníamos la desgracia de perder las
tres vidas en pantallas tempranas, producto de eventuales
distracciones o flaquezas del espíritu, intercambiábamos miradas
entornadas de buenas muchachas, para avalar el inminente reseteo,
mientras el sol caía pesado detrás de los postigos y se filtraba en
la penumbra de la habitación, solo iluminada por la pantalla. Si
había que volver a empezar, se empezaba. Un año más tarde, el
Nintendo se popularizaba. Todos los pibes del barrio comenzaron a
tener a Mario, pero nosotras teníamos la experiencia y el respeto de darlo
vuelta. Cuando los reyes lo dejaron en casa, corrí a avisarle a mi
hermano que venía con el Mario 3, porque me pareció verlo en la
solapa de la caja. Me equivoqué. Estuvimos todo el 6 de enero
jugando al Dr Mario, un invento de la industria que consistía en un
tetris con pastillitas que caían a la velocidad del tedio. No
importó. Pronto nos hicimos socios de la tienda de videojuegos que
quedaba en Malvín. Mi hermano me extorsionaba: un viaje=una
pantalla. Y allá me ponía la túnica y la moña para viajar gratis
y me tomaba el 142 en busca del tesoro de mundos y de hongos. Ni el
Island pudo superarlo. Al Súper Nintendo no llegué, pero según me
contaron los que vinieron después, el transformador igual
recalentaba.
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