Un rato antes de morir de cáncer de
páncreas, mi amigo Hernán le pidió un cigarro a los médicos que
lo rodeaban.
Mientras miraba desde la vieja oficina
cómo la calle Andes se devoraba a sí misma después de las ocho, me
llegaba un mail desde Argentina con la palabra Hernán en el
remitente.
Dos años antes me había anotado en un
curso de dejar de fumar.
Convencí a mi compinche del laburo y
allá fuimos. No era mi momento, pero el curso empezaba, así que
tenía la sensación como de dejar pasar un tren. Me gustaría
conocer el depósito de trenes que pasaron. Debe ser un deshuesadero
de esperanzas.
La profesora del curso era doctora, o
al menos, eso nos hizo saber. El discurso médico suele ampararse en
el respeto que profesa el desconocimiento de sus fieles porque para
estos, los tratamientos, los quirófanos, los instrumentos de la
medicina llamados medicamentos son, además de ciencia, actos de fe.
Tuve un problema desde el minuto uno. No le creía ni una sola
palabra a la doctora que me haría dejar de fumar.
La adicción no es psicológica. Si
bien el componente del hábito es la primera trinchera en donde el
encendedor suele guarecerse, la costumbre se funda en un elemento
biológico. El cuerpo no añora, necesita. La adicción es química.
Química. Un laboratorio de átomos y valencias que se traslada por
la sangre en un descapotable y que no suele creer en la palabra
“voluntad”.
Para ella- la doctora-, según nos
relató en su introducción, nosotros ya íbamos a “encontrar el
camino”. Algo así como “salir del lado oscuro”, según comentó
a la carrera. Me sentía tan lejos de ese impostado discurso grupal
del “sí se puede”, que lo único que me provocaban eran unas
irremediables ganas de fumar. Éramos todos grises y lo sabíamos.
Personajes de sobretodo negro que entraron por error a la
escenografía de Sarah Kay.
Había gente más grande, con la voz
más ajada, que estaban peor que vos, y fumaban más que vos y vos
sentías que estabas perdido, pero ellos un poco más. Y era
terrible. La manera en la que el pensamiento se activa cuando se
pretende sobrevivir con la lógica de la superación personal.
Nos mirábamos entre todos. Muchos
estábamos ahí porque en el siempre desmesurado imaginario dejar de
fumar, en parte, era pertenecer a una clase de gente más sana, con
menos problemas. Era enfermarse menos en el invierno, alejarse del
Amoxidal 750 o del Plus, cuya caja parece una broma. “Yo les voy a
hacer una recetita a cada uno y con esto van a andar bien”.
Mi compinche y yo prendimos un cigarro
ni bien tomamos contacto con la vereda y emprendimos el camino hacia
la farmacia. Con esa receta (no reparé en su color hasta una semana
después cuando me convertí en un oso Gummi) nos apersonamos en el
mostrador de la droguería. La muchacha que nos atendió era amable,
lo suficiente como para demorar un trámite rápido. Esa clase de
amabilidad que es redundante en el segundo intento, e insufrible en
el tercero. Wellbutrin. Eso decía la caja. Para mí era “el
remedio de dejar de fumar”. Según la doctora ese fármaco ayudaría
a inhibir los receptores de nicotina nacidos en nuestro cerebro.
Pasó una semana. Pasaron dos. La
ansiedad se multiplicó por cinco y lo único que pensaba era en
fumar. Entonces iba y fumaba. A escondidas, como en la adolescencia.
No quería decepcionar a nadie más. Tenía que darme asco. No me
daba. El cigarro se consumía en mis pulmones junto con mi culpa. No
iba a a batir en el grupo que seguía fumando. Era un fracaso
público, que es mucho más terrible que el fracaso privado aunque se
trate del mismo fracaso. La gente es mala, y vos también. El
Welbutrin había comenzado a ser parte de mi vocabulario. Una tarde,
charlando con mi compinche le pregunto cómo le pegaba. Me contó que
la tiraba para abajo, que no tenía ganas de nada. Yo tampoco tenía
ganas de nada, pero estaba a punto de convertirme en una alpinista de
paredes.
Leemos el prospecto. El fármaco que la
doctora nos había recetado de forma grupal, sin preguntar si sufrías
de algo, o si tenías presión o si tomabas algún otro fármaco, era
un antidepresivo. Fue entonces cuando encontramos una explicación a
los vaivenes emocionales de las últimas dos semanas y decidimos,
casi en conjunto, que bajaríamos a fumar un cigarro y a la mierda el
grupo, el Welbutrin y la doctora. Me contacté con un tipo que
conoce a un tipo que es psiquiatra grado cinco. “Preguntale si
puedo dejar esta mierda de golpe”. La respuesta fue un rotundo: no.
Hay que dejarla gradualmente. Así que tuve que seguir tomando
Welbutrin sin creer en él, un mes más. Para ese entonces, había
vuelto a fumar diez por día y las noches se hacían largas, sin
quererlo. Y dios es una máquina de humo.
Continuará.
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