viernes, 20 de agosto de 2021

Reino animal

Dicen las noticias que el cachalote perdió el rumbo y su cuerpo de 16 metros se fue a morir a la Playa Carrasco. En adelante la ballena con mandíbula dentada –de ahí su descripción en la taxonomía acuática- pasaría los siguientes tres días pudriéndose a la vista del barrio con más mansiones por metro cuadrado de Montevideo. 

imagen decorativa

El cadáver incomodaba. No solo porque la descomposición de los cetáceos se caracteriza por un hedor que se traslada con destreza, sino porque fuera del agua se vuelve una mutación frágil: rompible la piel, como un vestido que se raja al forzar un talle. Pasó eso. La madeja de intestinos supuró del animal con el primer intento municipal de arrastrarlo desde la orilla hasta el muro de la rambla. 

Walter Sosa es el encargado del Museo Zoológico Dámaso Antonio Larrañaga, conocido por generaciones como el Museo Oceanográfico debido al impactante esqueleto de una ballena que se puede ver en uno de los cuartos. Pero en el museo hay más fauna: aves, reptiles y felinos como el leopardo que se exhibe en la recepción y es motivo de orgullo. Al leopardo lo hizo Walter, que además de carpintero es taxidermista. Aprendió leyendo antes de tener Internet. Me dice que le encanta hacerlo, que lo calma y que no le da asco porque siempre fue “bichero”. En su casa recupera animales heridos y colecciona insectos. Embalsamando animales transcurre su jornada laboral en el edificio situado entre un cementerio y la curva de la muerte.

Walter, que es flaco y tiene músculos de laburante y no de gimnasio, habla con timidez, absorbiendo a la uruguaya el tono de las vocales al final de cada enunciado. Tiene casi cincuenta años pero parece más joven, con su raro peinado nuevo, según me dice, lo lleva al estilo New Wave porque es de su época. En el museo trabajan dos personas y hacen lo que pueden, que es todo. Ambos compañeros se niegan a abandonar el edificio. Como guardianes de un reino animal viven tranquilos en ese lugar al que describen como mágico y de vez en cuando suben a la torre para estar atentos como los centinelas de un castillo. Cada tanto algún rumor de administración pública les trae la vieja ocurrencia de convertir el museo en otra cosa o de mudarlo. Los dos del museo permanecen en guardia, como el “dios aparte” que dicen tener.

Según me cuenta Walter mientras me revela los arcanos de aquellos pasillos mudos, ese dios se llama Alejandro Pesce. Nadie jamás supo la causa porque no dejó nota que diera cuenta de sus fundamentos. Dicen que en sus expediciones al Amazonas contrajo una enfermedad que lo atrofiaba y que no pudo soportarlo. Lo cierto es que en 1967 mientras capturaban en Bolivia a Ernesto “Che” Guevara y en Uruguay la selección de fútbol se coronaba campeona de la Copa América, el subdirector de la Estación Oceanográfica que funcionó en el edificio se pegaba un tiro en la cabeza. 

Lo encontraron muerto en el viejo taller de taxidermia donde ahora están los congeladores en los que se almacenan animales muertos. Ante ruidos extraños o situaciones que escapan a la lógica los dos empleados del museo invocan a Don Pesce a modo de protección. Según cuenta Walter, una mañana al llegar después de una noche de temporal encontraron descolgado un cuadro enorme parado delante del esqueleto de la jirafa, como si en vez de caerse por alguna filtración del viento hubiera sobrevolado la estructura ósea del rumiante sin romperle ni un hueso. “Aunque siempre intentamos buscarle la lógica a todo lo que pasa acá, hasta hoy nos gusta creer que ese fue Don Pesce, que tocó el cuadro para no romperla”.

Más de cien años después el edificio con aspecto de castillo sigue recibiendo muertos. Hacia 1910 en el predio donde se construyó el museo funcionaba una morgue. En ella ingresaban los cadáveres que serían enterrados en el cementerio del barrio con nombre acuático: Buceo. Cuando la morgue dejó de funcionar pasaron años hasta que el dueño de un club nocturno de la Ciudad Vieja les encomendara a los arquitectos en boga Canale y Mazzara la confección del mítico edificio. En 1930 en Montevideo se inauguraba el primer mundial de fútbol y con él, negociantes de todos los rubros adivinaban un futuro promisorio posterior a la zafra. El dueño del nuevo Café Morisco, conocido más tarde como “el cabaret de la muerte”, también. No pudo ser. Como las pelotas en el Centenario, rodaban los rumores: el cabaret, construido sobre la antigua morgue, “estaba maldito”. Terminó cerrando.

Walter no cree en nada. Para él son leyendas las historias que afirman que desde la torre se arrojaban prostitutas o que era sitio para ajusticiar deudas pendientes con amenazas a punta de pistola y esternones acribillados contra el barandal. Según Walter la magia del museo va por otro lado: más ligada al silencio espectral, a los reflejos de las vitrinas que le hacen cosquillas al tedio del trabajo en solitario, a los ojos de piedra de los bichos, que parecen mirar pero no miran. 

Esos ojos están guardados en una cajita de cartón que Walter busca en un aparador del sótano para que yo también los vea. Los ojos fueron comprados en Estados Unidos a través de una licitación estatal en los años noventa y mientras Walter protesta ante el entrevero de iris y pupilas, agarra un par de la caja que hace ruido a bijouterie de feria. “Ves, estos son de lechuza”, me indica ante aquellas dos piedras redondas y absolutas, inescrutables ojos de animales nocturnos. Hay ojos chiquitos para pájaros, hay ojos seductores de tigres y leopardos. Hay ojos mezquinos de zorrillo y ojos árticos de serpientes. “Cuando el animal te mira sentís que está ahí”, me aclara Walter, mientras vuelve a guardar la caja en el aparador. De pronto comienza a escucharse un saxofón y el sonido se filtra con la luz por las banderolas de la sala. En ella hay una ballena a medio armar y los huesos parecen pender de hilos que no se ven, porque no existen. Walter dice que es difícil armarlas, sobre todo por las vértebras. Es un puzle en el aire y las vértebras las fichas del cielo: la parte más difícil, todo igual. 

Mientras bajamos al sótano me siento con el privilegio de una niña que logró escapar de la fiscalización de la maestra y abrió la puerta que indica “solo personal autorizado”. En el descenso atravesamos un cuartucho con los materiales que Walter usa para embalsamar. Finalmente, el sótano. Antes de pisar el último escalón el olor cambia. Ya no hay olor a museo. Hay olor a Villa Dolores si sacamos de la composición el aroma a maní o a pop acaramelado. Los bichos son renuentes a abandonar sus olores. Aunque ahora sean solo huesos. Mientras Walter se abre paso como el capitán de una expedición y acomoda los humidificadores, me doy de frente con el inmenso cráneo de la elefanta Yothi -última de su especie en cautiverio- y me emociono con un estruje en el estómago de la infancia. Vengo de ver decenas de animales embalsamados pero lo huesos generan un impacto distinto. No son un simulacro inanimado a fuerza de alumbre y arsénico; los huesos son rastro inequívoco de que aquello que fue ya no es y, sin embargo, está ahí.

Ahí. Como los huesos del cachalote de la playa de Carrasco. Mientras subimos a la torre y Walter me advierte que son 25 metros, traducidos en 104 escalones, economizo la respiración entre bocanadas de humedad y cal. Subo pensando si habrá sido el último trayecto de personas en los tiempos del Cabaret de la muerte. En la mitad de la travesía Walter me pregunta si quiero ver “al cachalote de 2014” y recuerdo la desamparada imagen televisada de aquel imponente animal acuático cayendo, muerto, desde una grúa municipal a su sepulcro de basural en la Usina Nº 5. Al abrir una puertita como de Alicia en el país de las maravillas camuflada en la cóncava pared de la torre salimos a la azotea del museo. Allí, desperdigadas en cada rincón y cubiertas con bolsas de nylon transparente, están las piezas del esqueleto del cachalote. “Se apuraron al desenterrarlo”, me dice Walter mientras se excusa por el olor como un dueño de casa que advierte el desorden ante la visita imprevista. Con la paciencia lenta de las ballenas los huesos esperan bajo el sol que se disipe el olor antes de convertirse en objetos de estudio y en piezas de colección.

No es el museo más popular. Apenas si entraron seis personas en lo que va de la tarde. Los pasos son devorados por el eco que anida entre las vitrinas y los silencios solo alterados por las melodías del saxofonista que cada fin de semana se aposta en la arcada principal porque, según dice, el lugar tiene la mejor acústica de Montevideo. Walter lo escucha, atento, mientras me dice que por este tipo de cosas él trabaja feliz en este, su reino, en donde todas las criaturas permanecen.

***

Publicada originalmente en semanario Brecha en diciembre de 2016