Cuando en 1981 el líder espiritual indio Osho se volvió
popular en oriente y occidente, miles de personas lo acompañaron en su
proyecto: crear una ciudad en el lejano oeste de Estados Unidos en la que
viviría su comunidad. Perseguidos por
los vecinos del estado de Oregón, por el
FBI y el Gobierno, Osho y sus fieles transgredieron todo lo que fuera conocido
como norma hasta la disolución del sueño indio americano.
Wild Wild Country plasma
de qué manera una anomalía detectada por un sistema de gobierno debe ser
suprimida con los mecanismos democráticos y constitucionales que ese mismo
sistema prevé. Aparece la paradoja de
Estados Unidos como el país de las oportunidades que, a su vez, tiene una larga
tradición de sectas o cultos. Es decir, grupos de personas que, por algún
motivo, necesitan vivir con las reglas de otro sistema, por lo general, basado
en una creencia.
Este documental estrenado por Netflix y dirigido por los hermanos Maclain y Chapman
Way, cuenta el inicio, ascenso y caída de una comunidad que quiso jugar a otra
cosa, liderada por el líder espiritual Osho. El hallazgo en cada capítulo no es
revelar una biografía, es contar la vieja historia del mundo: allí donde haya
seres humanos, habrá problemas.
Son 10 horas de documental, en entregas por episodios con un
montaje tan fino que logra lo que pocos en el rubro audiovisual que se ocupa de
narrar la realidad. Hay un respeto por las versiones en los testimonios, un
archivo de imagen elocuente que funciona como complemento inmediato de lo
referido por los testigos en el presente y una intriga planteada desde el
capítulo uno, con ascenso vertiginoso de personajes, caída, drama, tragedia y
comedia. En este sentido, la construcción de expectativa no se agota en su
resolución anecdótica ni en giros efectistas para captar la atención. El documental fomenta la reflexión por parte
del espectador, como si el sesgo de sentido inherente al género (aunque intente
disimularlo, siempre existe) por momentos se volviera invisible, sin mediación.
Estamos dentro de la historia. Bhagwan (como le decían a
Osho antes de llamarlo así hacia el final de su vida) es el líder espiritual
que necesitaban los ochenta: esa década análoga, estéticamente cuestionable,
signada por la guerra de dos ideologías.
La India como el nodo espiritual del mundo y el escape a algo en que
creer, cuyos símbolos atraen a occidente con novedosas ilusiones de volver a
empezar.
Bhagwan empieza a ganar adeptos con su filosofía (quizás el
único reproche al documental sea que no hay profundidad acerca de la
cosmovisión de esa comunidad que no se autodenomina culto, ni secta, ni
religión). Un día conoce a Shila, el personaje más importante de esta
historia, discípula que se convertiría en su secretaria y mano derecha en el
avance del nuevo proyecto.
Para empezar de cero, la dupla de espiritualidad imbatible y
miles de adeptos viajan a Estados Unidos –ese topos siempre habilitado para
construir y empezar, como el montaje de una escenografía de éxito- y compran
una porción de terreno suficientemente grande como para construir una nueva
ciudad en el rocoso y polvoriento estado de Oregón, tierra de nadie, el lejano oeste. Lo que no
previeron fue que los escasos vecinos de Antelope –ciudad lindera-, serían una
de las caras del país salvaje. Porque esa América de las armas en la mesa
de luz y de la recortada colgada en la pared al lado del busto de un ciervo, no
comienza con los tiroteos televisados en las escuelas, claro está; comienza con
esa fisura de la constitución más constitucional de la historia.
Dentro de lo salvaje
Lo que forman los Rajneesh –el grupo
liderado por Bhagwan- en esas tierras de Oregón no se autodenomina secta o
culto. Aun así, les costó posicionarse en la opinión pública como lo que decían
ser: una comunidad. La memoria del país
todavía tenía demasiado fresca la masacre de Jonestown ocurrida en 1978, el mayor
suicidio colectivo de la historia en el que murieron más de 900 personas.
En la comunidad Rajneesh el pacto parece tácito: todos hacen
todo y ocupan el rol para el que son más idóneos. En esta lógica, el mejor
abogado será el vocero de la comunidad. Quizás una de las falencias de Wild Wild Country es no explicar de qué
manera se sustentan los habitantes de la nueva ciudad, cómo es el sistema de
trabajo, quién paga los sueldos y por qué nadie cuestiona la colección de Roll
Royce del maestro espiritual que, para ese entonces, ya vive en la mansión
construida a escala de su simbólica grandeza.
En un contexto de mediados de los ochenta en Estados Unidos,
cuando la Guerra Fría se imprimía en los titulares y el rojo había dejado de
ser un color para pasar a ser la representación del enemigo, la instalación de
una comunidad que había elegido vestirse en esa gama, como un ejército, - así,
por contigüidad se referían a ellos los habitantes de Antelope: “los rojos” en
referencia al Comunismo, el otro enemigo visible- no podía deparar otra cosa que una escalada
de violencia en una relación causa-efecto.
Uno de los aspectos más destacables que plantea el
documental es la paradójica construcción del otro siempre como anomalía, en el
país de las oportunidades y del volver a empezar. A través de este conflicto
acotado a un tiempo y espacio, pone en escena la miseria y el salvajismo de la
era civilizada. Alcanza con decodificar los férreos testimonios de los
habitantes de Antelope, con sus gorros estilo sheriff, sus camisas leñadoras,
la pared de lambriz y las cabezas de alces colgadas en ella. Esa cara de
Estados Unidos explica de forma más elocuente que la filtración de datos de
Facebook, por qué Donald Trump se presentó a elecciones presidenciales y ganó.
El hecho social que tuvo lugar entre 1981 y 1985 en aquel
recorte de terreno olvidado, no tenía precedentes en la historia del mundo
contemporáneo: miles y miles de personas siguiendo al líder indio que crea una
ciudad de la nada, con fondos que provienen de los aportes de los propios
fieles. Un líder que colecciona Roll Royce y le gusta sentarse en un trono y
una comunidad que, desde las filmaciones verídicas, parece un video clip
lisérgico donde reinan los brazos extendidos al cielo, los cuerpos como en
descarga eléctrica y las sonrisas por metro cuadrado. Una comunidad que
parece proclamar una nueva forma de vivir, pero que, sin embargo, no
puede desprenderse de los viejos códigos de comportamiento: usan uniformes, aun
cuando ni siquiera es un mandato del gurú. Como si no hubiesen
comprendido que aquello que iguala de esa manera, vuelve todo invisible.
Emile Durkheim decía, entre otras cosas, que un hecho social
ocurría cuando determinadas características culturales moldean al sujeto y lo
predisponen a pensar y a comportarse de una forma. Tal era el apogeo de la comunidad: un sistema
dentro de otro sistema, que para existir necesitaba seguir jugando con las
reglas de aquello que negaba. Para
cuando la comunidad entendió que debían participar en las elecciones a
gobernador, trazó un plan: conseguir una masa de personas lo suficientemente
significativa para sumar votos. Es allí
cuando aparece uno de los tramos más importantes del documental: la inclusión
de indigentes que reclutan en todo el país.
Por su propia naturaleza el Capitalismo necesita la
existencia de focos que pongan en alerta a otros elementos del régimen a modo
de recordatorio. De esta manera, la doctrina asegura un margen aceptable de
funcionalidad y, para muestra de lo contrario, alcanza con visualizar a los
excluidos principales: los locos y los indigentes.
La etimología de la palabra indigente nos habla de personas privadas de o carentes de algo.
Todo sistema debe hacer visible su perversión, como antes la hoguera o la
horca. Así, los excluidos, los que no pudieron encajar son primero los locos y
los pobres. La inclusión de indigentes en la comunidad Rajneesh no es un gesto
altruista, sino un paso necesario para lograr un cometido. Sin embargo, ante los ojos del país y del
orden establecido, esa comunidad de rojos perdida en el lejano oeste, estaba reinsertando en un ámbito social de
convivencia e intercambio a aquellos
destinados a cumplir el rol de la advertencia dentro del sistema capitalista.
Era necesario comenzar a frenar la avanzada de Osho y sus seguidores.
Yo soy Shila
Si bien intervienen varios testimonios –desde agentes del
FBI, vecinos afectados por la llegada masiva de la comunidad, un periodista y
abogados- en Wild Wild Country hay cuatro narradores: tres mujeres y un hombre.
No solo son personas que tienen algo para contar, todos ellos, exintegrantes
protagónicos de la comunidad, sino que sus historias están intercaladas en el
relato de una manera tan efectiva que el documental logra el in crescendo adictivo de toda historia
bien contada.
Uno de esos narradores es Shila, una gladiadora ochentera,
empoderada antes de que el término fuera maniatado. La mujer que dominaba a la
comunidad, la que planeó atentados contra los cada vez menos amigables vecinos
de Antelope; la que puso sedantes dentro de la cerveza que convidó a los
indigentes que reclutó para ganar, con su voto, las primeras elecciones en las
que participaría un representante de la comunidad. Shila, la que envenenó con
salmonella generada en el laboratorio de la ciudad a gran parte de la población
enemiga; la que consiguió las armas y armó a los seguidores que de un día para
otro pasaron de cultivar la tierra a practicar tiro entre las sierras como un
nuevo deporte; la que montó una red de escuchas inédita a su propio maestro; la
que estaba dispuesta a todo y se dispuso.
A pesar de su raid delictivo, Shila está viva y libre. Ya no
viste de rojo, ni parece escapada de las orillas del Ganges, ahora es una
occidental más. Por momentos villana y por momentos presidenta del mundo,
cuesta no alcanzar grados de empatía y eso interpela al espectador desde un
lugar de conciencia. La invitación es a pensar, y en estos tiempos de historias
efectistas y vertiginosas, alivia.
Wild Wild Country reivindica el género documental ya
no como archivo ordenado de piezas reales que permite conocer determinado
hecho, sino como estimulador de conciencia que termina por ser, con sobriedad y
criterio, un ejercicio de pensamiento.
Muy bueno Carolina, claramente no era lo que salió en La Diaria con tu nombre. Me quede con la espina de saber como se manejaban con la guita, como se financiaban y mantenían, sobre todo porque levantar una ciudad de la nada no se hace así nomas.
ResponderEliminarA Bhagwan le gustaban las cosas brillantes, los Rolls Royce y relojes de 1 millón.. háblame de espiritualidad
Gracias por la lectura! Y no...no era lo que salió publicado. Por suerte quedan estos espacios para seguir compartiendo. Y sí, como digo ahí y como decís vos, es la patita floja del documental no haber explicado ese pequeño detalle.
ResponderEliminarNos estams leyendo.