Veo el primer capítulo de la segunda temporada de Love y se me hace cuesta arriba. Me enojo pero sigo, porque total, de pronto me olvido de que mi tiempo vale. “¿Por qué me enoja esto?”, me pregunto con esa voz mental de dibujo animado. Porque no le creo nada y yo ya estoy en edad de empezar a creer.
La serie trata la vida de una mina que podría ser yo, o vos, pero no lo somos: no me tocó el lado de la vida en donde manejar un mercedes viejo es una mueca de indigencia cool, porque no vivo en una casa de LA con 3 cuartos y un living gigante para recibir amigos de LA, porque la fealdad de su partener es tan forzada que me hace cuestionar una y otra vez por qué tanta teoría del big bang. La serie se esfuerza por afinar los límites de lo feo: un concepto estético que arranca con el camuflaje hipster con dudosas caras reformadas tras barbas selváticas y la aberración de camisas con estampa de flora tropical. Sí, ya sé. Hasta acá no dije nada. Esto es simplemente una expresión de una apreciación menor que me inquieta.
Lo que quiero decir es que en Love no pasa nada y lo aterrador es que ese “no pasa nada” no parece ser una fórmula argumental para aprovechar la carencia de acciones en pos de la elaboración de algo parecido a una crítica, a una declaración de circunstancia, sino lisa y llanamente una falta de ideas alarmante.
La protagonista es adicta -en recuperación- a las drogas, al alcohol, al sexo. Sin embargo, poco hay en el personaje que refleje ese infierno. Su adicción es una anécdota que ni siquiera se cuenta con pasado, con un presente abrumador, solo con gestos de adolescente inoperante que se estira las mangas del buzo de lana dos talles más grande.
Mirando Love me acordé de Better Call Saul, el spin off de Breaking Bad. Desde que nos dedicamos a esta tarea de consumir series, pocas veces vi una tan poco complaciente con un público ávido de repetir -como quien tiene la chance de conversar con un muerto que se fue temprano- momentos que por únicos y espectaculares no volveremos a ver.
En estos tiempos de series en las que no pasa nada, Better Call Saul podría fácilmente colocarse en esa batea, aunque juegue a otra cosa. A diferencia de series como Love en donde ni siquiera lo situacional genera una sucesión de hechos que sirvan a una historia macro –no se entiende qué quieren contar-, en Better Call Saul hay una ilusión de aparente lentitud en la que pasa mucho. Tanto que hay que mostrarlo lento, con la paciencia digestiva de una boa, para que no se nos olvide que la alienación se envuelve en papel de aluminio, para refrescarnos que de todas las gamas del abandono, las de la casa de salud rankea bien alto; para mostrarnos que un buffet de abogados es mucho más subterráneo que los rascacielos de Ally McBeal y para estampar en la boca de lobo de la indiferencia que el agua de pepino no alivia el ardor de ser y estar.
Better Call Saul es una de esas series que cuesta recordar cuando querés recapitular en qué quedó la temporada anterior. Hablando con mi hermana llegamos a la conclusión de que cuesta reconstruir la temporada anterior en el nivel argumental causa-desenlace (nadie se acuerda bien de qué pasó) sin embargo, como postales de un sueño de Cronenberg, ahí vienen a la mente esas escenas, rituales arquetípicos de la desolación: una larga circunstancia en la fotocopiadora del pueblo alterando documentos para cagar a un hermano, un vaso de café que no entra en el cubículo previsto para tazas del auto cero km que le otorgó al Buffet al que le vendió el alma; y las muecas de los años 2000, que se nos ríen en la cara con sus franquicias y sus teléfonos celulares pesados como el mismo abismo. Es difícil volver a ver algo que no tuvimos tiempo de empezar a extrañar.
Frente a la negación neuronal de Love, Better Call Saul es la pluma en la planta del pie de la sinapsis. Y nos recuerda, de paso, que todos vivimos en un lugar que podría llamarse Alburquerque.
No hay comentarios:
Publicar un comentario