Siempre, de algún modo u otro le
hago cosquillas a la conciencia pensando en el fin de las cosas. Como si
fuera una materia que nunca vamos a poder poner debajo de un
microscopio para tomar apuntes y documentar. El después del ropero de
Bowie, en esa eternidad que me gusta intuir tras la mano que entorna la
puerta. El fin, asociado siempre a un fundido a negro, sin
sobreimpresos que lo anuncien, significante, como en una pantalla con The End.
En el medio, tomar conciencia de las averías, propias y
ajenas, como una regla del juego que se revisa después de haber
comenzado la partida, y se consensua sobre la marcha para no interrumpir
lo ya empezado.
En el documental producido por Vórterix
–extraña factoría de Pergolini empresario- el Indio Solari aparece como
nunca lo vi. Es él, en primera persona; aparece por fin el personaje
tantas veces narrado, esta vez con guiones al principio y al final de
cada intervención. Arrellanado en un proyecto audiovisual
autogestionado, que pretende fijar su imagen en el purgatorio de los
mitos, el video documenta su lucidez y su recalcitrante retórica del yo.
Ese es también Solari.
Detrás de unos lentes de dibujo animado
de bondi a Finisterre, están esos ojos de enigmático parpadeo; aparece
una dentadura casi siempre vedada, ahora sonriente incluso cuando habla
de la enfermedad malvada que padece hace años y que, lejos de hacerlo
temblar, lo freeza, lo atrofia. En el medio de la entrevista saca el
pastillero de casa de salud: ese que es de un plástico transparente y
que los ancianos o las personas a cargo suelen marcar con indelebles
tintas. Toma doce pastillas por día, y en el medio de la entrevista se
clava una con un whisky al que le agrega agua para que cumpla su función
de agua: diluir.
El Indio Solari no perdió la lucidez, y eso me
alivia, como cuando le dan de alta a un ser querido y lo ves acomodarse
nuevamente en su engranaje cotidiano. La satisfacción convaleciente de
la vuelta a casa, sin sábanas bordadas con la infame rúbrica de las
mutualistas.
Una vez le pregunté a una poeta conocida con qué
filósofo se hubiese encontrado para escuchar un estilo directo, menos
sepia que las reproducciones de las historia, la poeta se molestó ante
la pregunta y no quiso contestarla. Yo sé perfectamente a dónde iría en
esa máquina del tiempo, y también sé que el Indio Solari es un sujeto al
que vale la pena escuchar, te guste o no su música, sepas o no de qué
se ríe el gordo Pierre.
El Indio tiene 67. Al último recital que
dio en Tandil, motivo fundante del video, vino un pinta de Abbey Road
con tufo a groso especialmente para comprobar en vivo y en directo, si
aquellos sonidos e imágenes editados en el mítico estudio, eran verdad.
La búsqueda inagotable. Según aclara en el testimonio, en Inglaterra no
se ve algo tan genuino hace años.
El Indio habla de lo nefasto de la decrepitud que
se le viene encima mientras asiento con la cabeza y le doy la razón a la
pantalla deseando que no tenga tanta razón esa retórica engatusadora,
tan Solari.
El Indio sabe que el futuro próximo es una yapa de
la ciencia y la farmacia. Sigo pensando en el fundido a negro. Me
acuerdo de Cerati y de su fin al que le robaron la dignidad de morirse
de una. Después de los cincuenta todas las facturas del destino son al
contado. El indio explica cómo ha mutado el criterio de eternidad y, aún
con la conciencia de la decrepitud, quiere vivir lo más que pueda
aunque haya pensado en “pegarse un corchazo” más de una vez. Ahora, en
donde la palabra Sibarita huele a aceite, dice sin titubear que conoce
más las calles de Nueva York que las de Buenos Aires, porque se sabe
cautivo de una jauría a la que cada tanto hay que abrirle la reja: salen
todos, menos él.
El Indio se emociona dos veces. Una, cuando
habla del último disco de Bowie, y del video –Lazarus- que no nombra
pero que en su silencio de nuez que mete un cambio en la garganta, se
adivina que también se ve a sí mismo cerrando la puerta de un ropero
ontológico desde el lado de adentro.
El año pasado leí Fuimos
Reyes, un libro de esos que da pena terminar, que se ahorran los efectos
y que hurgan las posibilidades narrativas para contar una prehistoria
repleta de buñuelos y del arte en su estadio efervescente previo a los
avatares de la empresa.
El documental también incluye palabras
de los músicos, tomas aéreas de drones captando hormigas ricoteras por
las calles de Tandil, y tres o cuatro canciones directo del recital que
huele a último. Podemos cuestionar la figura en este momento más que
cuestionable de Pergolini, o ponernos a discutir en qué isla depositará
el Indio Solari sus ahorros. Este documental no vale por el concepto
más que trillado de la misa ricotera, tampoco por los primeros planos de
all star embarrados. Es un documental que documenta lo que nadie en 67
años: unas cuantas risas pillas a todo diente, declaraciones lúcidas de
un tipo inteligente que por primera vez se deja entrevistar en un sillón
con las piernas cruzadas. Siempre me va a gustar escucharlo hablar,
aunque debo confesar que no pude darle chance a su último disco –y lo
intenté-.
“La vida es decidir y pretender”; agregarle agua al
Whisky para tomar la pastilla de la seis, en manos que no tiemblan, para
reinventar el criterio de eternidad mientras quede algo para decir que
aún conmueva.
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