"La
verdad te alcanza y es ella quien te convertirá en su puta. Lo peor
de la cárcel no son las otras reclusas, es la verdad sobre vos
misma".
Piper
Chapman
Chapman entrega sus pertenencias. Extiende los brazos y una oficial coloca sobre ellos el uniforme naranja y los zapatos de cárcel. Chapman se desnuda ante el pedido, de frente, con los brazos extendidos. Ahora de perfil. Ahora de espaldas. La oficial le pide que se agache y que tosa. Chapman pregunta si es en serio. En ese momento, tanto ella como los espectadores, sabemos que el estereotipo al que representa y su pasado de velas perfumadas no la van a eximir de lo que una cárcel tiene preparado para cualquier recluso: el derecho al olvido de su identidad.
La historia de Piper Chapman -la protagonista de la serie Orange is the New Black- está basada en un libro autobiográfico en el que Piper Kerman recrea sus vivencias en la cárcel. Si a esto sumamos una buena canción de Regina Spektor en la apertura, a la creadora de Weeds Jenji Kohan para transformar el libro en una serie y a Nextflix para difundirla, podemos empeñar, al menos, una expectativa.
Las acciones de Orange is the New Black transcurren principalmente en la cárcel de Litchfield, en Nueva York, aunque también hay escenas fuera de ese universo: las del presente, en donde aparece la familia de Piper Chapman; y las del pasado, tanto el de ella, como el de las reclusas con papeles principales.
Cuando el espacio de la ficción es acotado (cárcel, isla, pueblo chico) y hay un número finito de personajes interactuando en él, el flashback sirve para complementar la historia. El recurso es demandado, sobre todo, en aquellas series donde el presente le debe algo al pasado, porque sus personajes no empezaron ahora, sino ayer. The Walking Dead es una serie de ese tipo, que sin embargo no se esfuerza por explicar un génesis ni por otorgar un fundamento a sus llanos personajes. En Orange is the New Black el flashback no muestra una vida anterior de sus protagonistas que los redima en su presente, sino que focaliza el momento previo al ingreso en la cárcel. En este caso, el salto temporal iguala los escenarios simbólicos de los personajes en su pasado y presente, en donde la única diferencia entre la prisión y la vida real son los scanners y las rejas.
La diferencia sustancial de Orange is the New Black respecto a otras series recreadas en cárceles como Oz, Capadocia o Alcatraz, no es la elección de un reparto femenino, ni la consistencia de su guion (Alcatraz poco supo de esto), tampoco la elección del avatar de una protagonista; es el tono elegido para narrar: un drama cargado de comicidad que por momentos naturaliza lo terrible.
Si bien en la primera temporada el correccional de Litchfield goza de todas las impunidades posibles que pueden ocurrir en un universo en donde hay disciplinamiento sobre personas privadas, entre otras cosas, de su libertad, esa cárcel es representada como un simulacro lejano al imaginario que podemos tener en este lado mundo. Lo peor que sucede en uno de sus baños es que las cabinas no tienen puerta, o que los hongos proliferan en el piso de las duchas.
A diferencia de Oz, de Capadocia, o del Penal de Libertad, en Litchfield hay luz. Una luz blanca y sostenida que por momentos se mezcla con el resplandor del exterior que entra por las ventanas. En Litchfield no hay rejas. Excepto en el perímetro exterior y en la unidad de confinamiento. En Litchfield hay juegos de caja, hay una cocina con un menú servido en bandejas con repartimientos. En Litchfield hay postre.
No obstante, existen prohibiciones en la pirámide de necesidades como el repentino cierre de la pista para correr. También hay corrupción basada en un esquema histórico: fondos estatales manejados por personas que tienen a cargo la privación de libertad de otras personas. Las carencias del penal son directamente proporcionales al enriquecimiento ilícito de sus administradores.
El reparto está compuesto por mujeres casi en su totalidad y si bien no hay estrictamente reivindicaciones feministas ortodoxas, en su primera temporada la serie tiende a estigmatizar la figura masculina. Los pocos hombres que aparecen son acosadores, abusadores, inseguros, dubitativos, y frustrados. Se destaca especialmente la actuación de Pablo Schreiber, en su rol de Méndez, quien lleva al extremo las posibilidades de su personaje al hiperbolizar y caricaturizar los aspectos más bajos de un ser humano. Alguien que es capaz no solo de abusar sexualmente de las reclusas con una sonrisa entre el escarbadientes, de integrar una red de narcotraficantes cuyos clientes son las yonkis en recuperación del penal, sino de acomodar la escena para simular el suicidio de una interna, que murió por negligencia de él.
Otro personaje que destaca, esta vez no por la exageración de sus características (como en el caso de Méndez), es Sophía Burset, la transexual que ingresa a la cárcel por estafa, que tiene una esposa y un hijo, y mata las horas dentro del penal como peluquera. En el universo de esa cárcel, excepto cuando llega el recorte de presupuesto consecuencia de la corrupción, están previstas las medicinas que Sophía debe consumir para mantener el equilibrio hormonal de su transformación. Una muestra más de que las representaciones del sistema penitenciario americano están lejos del imaginario de Villa Devoto, el Comcar o Carandiru.
Nietzsche no importa
En el perímetro de acción acotado que supone una cárcel, las características individuales se exacerban con el fin de afirmar aquello que está en juego para cada reclusa: ya no su identidad, sino la noción de identidad. En esta lógica lo que me diferencia del resto es lo que me recuerda que soy yo, que no dejé de ser yo. Mi noción de mí mismo es la conciencia de estar en el mundo. De no haber sido expulsado del todo.
Así, las reclusas latinas se aferran al idioma español, aún transgrediendo las normas de la prisión; Ojos Locos (uno de los mejores personajes) se esfuerza en hacerle creer al resto el estado avanzado de su locura; la cocinera se tiñe el pelo de rojo para acrecentar sus credenciales rusas de la vieja guardia; la maestra de Yoga predica paz; y Pennsatucky (un personaje que cobra un repentino protagonismo hacia el final de la primera temporada) se autoproclama como mesías de Jesucristo.
A Piper Chapman – quien cumple una condena de un año por complicidad con su pareja, también recluida, por tráfico de drogas- le tocó un estereotipo débil. Es rubia y culta – la clase de cultura adquirida en la Universidad y no “en la escuela de la calle”-. Ella sabe que todos sus conocimientos pasarán a un segundo plano en ese universo. En Litchfield nadie parece temerle a alguien que puede citar a Nietzsche en un almuerzo, porque en ese contexto, Nietzsche no importa.
Sin embargo, a medida que avanza la trama, Piper Chapman sortea sus crisis de identidad. Suspende su modo de ser en el mundo – ese de barbacoas en casas perfectas de gente en apariencia perfecta- en pro de una adaptación forzosa y necesaria a las nuevas reglas del juego. En ese microuniverso, lo que las reclusas dicen y hacen está tan emparentado a su credibilidad, que un paso en falso puede confinarlas a transcurrir sin aliados: esos que pueden prestarte un par de chancletas o el hervidor casero.
Piper entiende que la dinámica de esa cárcel es ser porque tenés algo que ofrecer. Por supuesto que quedan ratos para los momentos de humanidad, las demostraciones de amor, o de algo parecido al cariño. Pero lo cierto es que la mayoría de las relaciones, incluso las forjadas en el amor, tienen una base utilitaria que las sostiene. Piper entiende rápidamente que la cárcel, antes que un centro de reclusión, es un purgatorio de carencias. Así que se reinventa. Lo que antes era inútil (sus conocimientos), ahora es lo que marca la diferencia entre una apelación con faltas de ortografía (que Piper se encarga de revisar) y la libertad de su compañera de celda.
El góspel de los que no creen en nada
El canal A&E transmite Terapia de Shock, un programa basado en el documental del mismo director Scared Straight! (1978). El show muestra a algunos jóvenes en su conflictiva cotideaneidad y su experiencia a jornada completa en una cárcel de máxima seguridad. En ella, policías y reclusos (acaso en una comunión única y momentánea para los flashes), reciben un puñado de adolescentes que hayan tenido alguna actitud delectiva (violencia, consumo de drogas, robo) y les muestran la realidad de la prisión. Primero los jóvenes pasan por la etapa de “recibir el susto”, en donde los reclusos interpretan un rol en el que los acosan y maltratan, y luego pasan a la instancia de reflexión, en la que cada recluso cuenta su historia personal y explica por qué es mejor estar afuera que en la cárcel.
En Orange is the New Black hay un episodio que recrea lo planteado en Terapia de Shock. La cárcel recibe a varios jóvenes liceales. En esa instancia, una de las jóvenes es una chica en silla de ruedas que no parece ser permeable a los ritos sagrados de la cárcel. Ninguna de las reclusas pudo lograr el cometido de asustarla. Excepto una. La rubia que lee a Nietzsche. Solo con retórica, sin amenazas, ni gritos. Piper se acerca la silla de ruedas y susurra: "La verdad te alcanza y es ella quien te convertirá en su puta. Lo peor de la cárcel no son las otras reclusas, es la verdad sobre vos misma".
Y ahí está ella. Tratando de entender que su nuevo mundo incluye mendigar un tampón, que una compañera despechada orine el piso de su celda, que su guardia consejero la mande a confinamiento porque descubre sus preferencias sexuales. Un universo de acción en donde la locura es un lugar que protege del resto y de uno mismo, en donde es necesario evangelizar si se cree en algo, porque de esa forma la soledad pasa a ser una posibilidad y no un hecho. Ahí está ella, creyendo cada vez menos, y sobreviviendo a su propia verdad bajo un uniforme nararanja.
PD. Segundas partes fueron buenas
Orange is the New Black supo corregir a tiempo sus defectos. En la segunda temporada la caracterización naif de la cárcel deja lugar a un paseo por las unidades especiales (esas en las que ya no hay juegos de caja, donde la posibilidad de hacer un compinche se reduce a apoyar la oreja contra la pared de la celda y escuchar la respiración de alguien más) y a los traslados de presos en aviones con reclusas y reclusos de máxima seguridad al mejor estilo Con Air. Todos los personajes se consolidan, incluso el de Piper, quien ha experimentado un consistente antes y después que modifica sus acciones y las vuelve menos predecibles. El guion supera con creces al de la primera temporada, alejando todos los parlamentos de los lugares comunes y llevando al extremo de la efectividad la retórica de la sutileza. Junto al aporte de personajes nuevos y complejos, los administradores del penal y los policías comienzan a tener un desarrollo que enriquece la trama. Los conflictos dejan de ser superficiales, ahora importan más los vínculos de fondo que las peleas en las duchas. Jenji Kohan, quien ya había demostrado su potencial con la genial Weeds, evidencia con esta segunda temporada que un buen realizador es aquel que jamás se conforma con su mochila de éxitos y sabe que el mejor capítulo es el que todavía no se filmó.
Publicado en El Boulevard / 2014.
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