Duelo viene de dolor.
La institución que regula la lengua
castellana, que define y por tanto limita la polisemia de las
palabras, es rigurosa en la austeridad de su acotación: dolor es "Sensación molesta y aflictiva en alguna parte del cuerpo".
Ahí donde otorgamos conciencia a una parte del cuerpo cuando punza,
cuando late, cuando gime, hay dolor. Por suerte, los poetas se han
encargado del sentido de muchas maneras y de pronto aparece aquel
tótem de Rubén Darío: “Y no hay dolor más grande que el dolor
de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.
After Life es una serie que habla de
dolor. Ese que puede ajustarse a la austera definición de la RAE, y
ese que nos convierte en sujetos dolientes tras la pérdida. He ahí,
el tránsito por un duelo.
En esta serie, que maneja la forma del
relato por momentos con una sutileza escalofriante siguiendo el
respeto que lo británicos han demostrado con creces a la hora de las
historias; y por momentos con alguna que otra aberración simplista e
innecesaria como todo lo que sucede en el último capítulo.
Como en una escenografía a medida de
la parodia, vemos la peripecia en un pueblo chico de un tipo que ha
quedado viudo. Desde entonces, este tipo, Tony, alguien que otrora ha
sido un personaje lleno de vida, como el relato de Fante, es ahora un
hombre-fantasma, taciturno en su rutina, recalcitrante en su vida
social, pero jamás odiable. Tony no es un tipo entrañable, pero el
mecanismo de la empatía del resto de los personajes se activa solo.
Más tarde o más temprano todos, televidentes y miembros de ese
mundo podemos estar, si es que ya no hemos estado ahí, en el lugar
de la pérdida del amor, con o sin muerte física del ser querido.
Este es el caso que le toca vivir al protagonista. Su esposa murió
de cáncer hace pocos meses.
Hasta ahí, algo que incluso hemos
visto en otras series o en muchas películas. Sin embargo, aún con sus
desmesuras o desaciertos, After Life introduce la construcción del
duelo con los edulcorantes ilusorios del simulacro y las pantallas.
Ese es su acierto: recordarnos que el espejo negro también incluye
otras formas de la pérdida. Ya nadie se muere para siempre.
La esposa de Tony interviene en cada
capítulo como una Siri cargada de cariño y consejos a través de
videos que le grabó desde el hospital antes de morir. Es distinta la
muerte con la gracia de los Smartphone, es distinto el más allá
cuando quien se nos fue nos sigue hablando a través de una pantalla;
es distinto el amor después del amor cuando el otro da una señal
errática a través de un like de Facebook, o de un corazón -un
corazón- de Instagram o Twitter. La ruptura, la separación, el
duelo, es, literalmente, una ampolla que no termina de explotar para
dar lugar a la piel nueva, es un dolor de la Rae en algún lugar del
cuerpo.
A través de las posibilidades
tecnológicas, la lógica de los objetos se retuerce, muta. Ante la
muerte del ser amado o la ruptura, los objetos son muestras
inanimadas que, en tanto activadores de recuerdos crean un
significado que solo se decodifica en el pasado. Ante la carta, el
reloj o el libro dedicado alguna vez, el que atraviesa el duelo
deposita en el objeto un sentimiento que tiende a agotarse: el objeto
es imperecedero, la persona, no. Sin embargo, los recuerdos
multimedia de esta nueva era, nos llaman al encuentro con la idea de
la presencia: una voz que nos pregunta algo nimio como “Paso por el
súper, ¿llevo pan?” en un audio de WhatsApp,
es de pronto resignificada como pasado que se hace presente en la
idea del amor. Es la voz del ser perdido que se corporiza e
interrumpe el duelo que nunca se termina de transitar. Ante la voz
material del amor, el dolor nos sobrevive.
Amar a Siri
Antes de salir de la cama, Tony pasa
tiempo con su esposa. La mira, la admira, aún con el pañuelo que
cubre su cabeza calva por culpa del cáncer que la mató. Desde la
pantalla ella le habla a su presente. EL presente de él. Ese en
donde no ha podido dejar atrás y la idea de rehacer es apenas un
eslabón quebrado de la esperanza por supuesto abandonada.
Estos dos personajes se amaban. Así lo
demuestran los flashback de videos con los que el protagonista se
autoflagela, los cuales incluían viejas rutinas de pareja, en ese
mundo privado y cotidiano que habían inventado para sí. Y es el
recuerdo del amor lo que más duele, incluso más que los avatares de
la muerte y la enfermedad. Porque amar, según han dicho los
estudiosos, los cientistas y los poetas, es poner en el otro el ser
de uno. Y cuando por ruptura o por desaparición física eso se
acaba, el dolor es la muerte propia. Es quedarse sin el otro o, lo
que es peor para la reinvención, es quedarse sin uno mismo con el
otro. El volver a empezar siempre tendrá una digestión de boa.
Son pocos los personajes que aparecen
en After Life -que podría traducirse como Más allá-. En el viejo
esquema del relato propuesto por quienes estudiaron personajes y
acciones aquí los hay todos respecto al “héroe” protagonista.
Varios ayudantes: el cuñado hermano de la esposa muerta, director
del diario gacetilla donde ambos trabajan; una señora que habla con
la tumba de su esposo en el cementerio con la que entablará la
relación más sincera; una prostituta amiga de un yonki del barrio.
También hay oponentes: él mismo, los consejos paradójicamente
siempre vitales de su esposa a través de la pantalla, el perro que
era de los dos y que ahora tiene que vivir gracias a sus cuidados.
Pero Tony es un tipo que ha intentado
suicidarse. Ante la posibilidad de seguir viviendo sin su amor,
entiende que ese fin, es el propio. La certeza de querer morir y
amenazar públicamente con hacerlo, es lo que le otorga al personaje
la certeza de la impunidad. He ahí su reinvención recalcitrante.
Como si la posibilidad de encajar en la vida y en las expectativas de
los seres queridos que han quedado alrededor, sea privarse de
antemano de toda esperanza -sustantivo del tiempo futuro- y tener la
carta del suicidio a mano.
De las series británicas que he visto
en los últimos tiempos, After Life no es la mejor. Papeles más
rigurosos en la efervescencia del ver por ver de Netflix han jugado
otras como The end of the fucking world, o Wanderlust. Aún con
matices de calidad, los ingleses son buenos planteando temas
universales con el sentido agudo del guion como esencia, aun cuando
haya que acostumbrar el paladar a la siempre apática paleta inglesa
en la fotografía o acoplarse al ritmo antifooting de las peripecias.
Más cercana a la soledad abrumadora de
aquel Joaquin Phoenix en la devastadora Her, donde un tipo se enamora
de Siri, nos pone de bruces contra ese dolor de ser vivo que ya Darío
nos había anticipado en aquel poema que escarcha las vértebras
llamado Lo Fatal.
En After Life nos reencontramos con los
miedos del absurdo de vivir, por momentos con el humor inglés que
jamás dice “hola, soy un gag”, porque más que hacer reír, nos
retuerce el corazón. Así, además del dolor del protagonista -que
trabaja en el diario local y sale cada tanto a buscar la nota- nos
encontramos ante las historias mínimas de los habitantes del pueblo
que desean ser retratados en ese diario: una madre reciente que hace
muffins con leche materna; un hombre con síndrome de Diógenes, un
bebé que se parece a Hitler. Esa es la parte viva de la vida que
tiene que elegir el protagonista. Esa es la interpelación del
absurdo: es Tom Hanks en Náufrago y la duda implícita cuando cierra
la puerta tras despedir a todos sus compañeros de trabajo en el
meeting de “bienvenido a la vida” tras cuatro años de soledad y
supervivencia.
Si olvidamos el último capítulo, un
evidente momento de optimismo del guionista, donde todo huele a
moraleja y echa por tierra ese sentimiento árido de piña al
esternón que había logrado durante los episodios anteriores, es
justo decir que After Life es mucho más que una serie sobre un tipo
al que se le muere la esposa. Es una serie sobre el dolor de ser y
estar -mismo verbo en el idioma inglés, como si acaso fueran lo
mismo-, sobre la reinvención de la soledad, pero más aún sobre la
precariedad única del ser humano cuando ama y, por ello, pierde.
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