A Janglin Jack lo conocí en el Tony Park, aquel parque de diversiones desdentado que la desaparecida banda Malpaso se encargó de narrar. Entre ruedas gigantes esqueléticas y estaciones que crujían un poco más cada vez que el viento las pateaba, ahí vivían todos esos personajes rotos, como las flores.
Tenía 17 años cuando escuché una canción que hablaba de un tipo que entraba a un bar con la actitud de los que se filtran por el agujero negro de las ofrendas. Y era una escena la canción, un montaje de secuencias que se veían. Había una historia ahí. Había relato.
Al leer los créditos del disco de Malpaso, advierto que esa canción es de Nick Cave. Un sujeto que había dejado pasar, como a un viejo amor no declarado que cada tanto inquieta a la conciencia.
Por esos días hablé con un compañero sobre mis ganas de empezar a escuchar a Nick Cave. Pasado el tiempo, de la forma en las que arrimábamos los bochines de la complicidad en otra era, ese mismo compañero me trajo un CD grabado por él con tapa fotocopiada y canciones de este hombre de negro.
Abrí la tapa del Punktal gris. Nick Cave & The Bad Seeds me hacían leer escuchando. Entraba a cada canción como a una historia, como a una película, y no me quería ir. A veces incluso hasta me olvidada de las deficiencias de mi inglés. Como si la coraza del idioma se desvaneciera en favor del disfrute que me generaba aquel entendimiento. Una y otra vez sonaba Nick Cave en mi cuarto de Magariños Cervantes. Mientras mi vieja se asomaba para abrazarme con las palabras “tenés servido” y yo me dejaba ir mirando la moquette pensando en dónde quedaría ese lugar donde crecen las rosas salvajes y cómo sería la cara del hombre que ríe.
Dicen los datos que su padre, el señor Colin Cave, era profesor de literatura y que su madre, Dawn, era bibliotecaria. Y me gusta saber eso, porque prefiero pensar en que lo único arbitrario son las palabras o algunos signos, y no los hechos que configuran un modo de hacerle saber al mundo una inquietud en forma de arte. Entonces me imagino esa casa de la infancia de Nick Cave llena de libros y de relatos, y lo intuyo escribiendo papeles en ese punto de aquel quinto continente a conquistar donde nació, y también lo veo a él, como veo a sus historias cuando las escucho.
Personajes que no tienen la chance de deshojar ninguna flor, porque están rotas; bares como escuelas de todas las cosas, y el amor, siempre mohoso y a la vez brillante, como el estado de ánimo.
Además de metáforas que hacen temblar el esternón con elocuencia, de fraseos austeros, viscerales y aún así delicados, algunos pasajes podrían emparentarse con las formas y la magia de Raymond Carver: “Get down, get down, little Henry Lee / And stay all night with me / You won’t find a girl in this damn world / That will compare with me / And the wind did howl and the wind did blow…” - Baja, baja pequeño Henry Lee / y permanece conmigo toda la noche / No encontrarás a otra chica en este maldito mundo / que se pueda comparar a mí / Y el viento aulló, y el viento sopló-.
Ahí está Henry Lee enunciado también por PJ Harvey en esa dupla que, al escucharla, me hace cruzar los dedos para que toque esa canción que me hace creer en las cosas.
Una vez le dediqué un relato a Nick Cave.
Se llamaba Barfly y quiso ser una escena de vida, tristeza y amor, como sus canciones.
*Publicado en Brecha en especial previo a su recital en Montevideo.
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