Todas las mañanas, cuando pego la
vuelta por el arco del Palacio Salvo que mira a 18 de julio, y
después de pensar que quiero tener acciones en La Columna del
Celular, veo al mismo tipo fumando, acodado en la barra de chapa
verde del kiosco de revistas. El olor me llega seductor, como el humo
del pastel en la ventana de Tom & Jerry, cuando Tom se hace un
traje con la tela de una hamaca paraguaya y Jerry se fuma un cigarro
arriba de un cenicero. Unos pasos más adelante, en el bar contiguo, todos los días veo al mismo hombre en
la misma mesa. Le gusta tomar en pocillos y no perdió el berretín
de la lectura más allá del copete. Ahora me mira, y sé que falta
muy poco para que uno de los dos levante la mano con el ademán
afectuoso de aquellos personajes que se saben parte de la misma
página.
Pasaron tres meses desde los paseos por el
fondo de la casa de mis viejos entre los rosales y los jazmines. En este tiempo,
las manos dejaron de transpirar, bajé por Barrios Amorín hasta el
velatorio de una modesta porción de infancia, batallé, me
reconcilié, vi a Don Draper alejarse en un Cadillac del tamaño de un sueño. Recordé que dejé de fumar, que
fue un logro. Que no sé cómo hice y creo que la gente que me conoce
tampoco sabe cómo hice. Extraño al cigarro cuando lloro, y abril
mucho no colaboró. Yo tampoco. Salí de noche, me emborraché
algunas. Conocí dos personas de otro país que armaban preciosos
tabaquitos en una mesa del Manchester. Respondí que dejé y al rato
pregunté de dónde era la solanácea, que tenía un olor dulzón
irresistible. Es Cerrito, me contestó la oriunda de Gijón. De
verdad lo extraño, pensé.
El día en que decidí dejar de fumar,
fui a la farmacia y compré parches de nicotina. Sentí que debía
pertrecharme, como quien construye un refugio de tornados o misiles.
Eran diez y salían lo bastante caros como para evaluar si con eso no
pagaba el teléfono. No usé ni uno.
Es como una de esas fotos de casamientos en las que siempre aparecés con un cigarro
en la mano. Todos parecen reparar en eso, menos vos, porque es tu
cigarro y no se tira entero para los flashes. Mis parcelas de memoria son como esas fotos. Siempre hay un cigarro en ellas. Así
que dejar de fumar terminó siendo una cuestión de desintoxicación,
de voluntad, de paciencia, y configuración. Es otra
Carolina la que no fuma. Una versión mejorada que no conozco mucho y
no sé si me caben sus mañas. Pienso en los puchos emblemáticos:
cuando vi ese fucking 8 en matemática de 5° reglamentada y me
convertí en bachiller. Compré un vino en Los Domínguez que venía
en lata para hacerme la experiente y me patiné el sueldo de esa
semana. Llegué exultante y puse la botella arriba de la mesa de la
cocina: má, terminé el liceo. De tarde me fui a laburar y me fumé
un cigarro mirando el tragaluz de la trastienda con inefable
felicidad.
Ahora en
los cumpleaños me quedo con los que no fuman, mientras mis ex correligionarios hielan sus manos en
algún balcón y regresan con su olor a pasado reciente y su ropa
trae partículas de frío a los livings y los comedores. Me sigue
gustando, como si contemplara un recuerdo que nunca será tirano.
Apoyadas contra un ropero desvencijado
estamos Mariana, Ximena y yo. Probablemente antes o después de
nuestras expediciones al zoológico para fumar a escondidas que conté
en aquella primera entrega. El pelo no me llega a los hombros, y el
nevada era compartido o racionado, por usar un término técnico. Me
acuerdo de todos esos cigarros con ellas; con mi hermana mientras la
ayudaba a elegir las canciones del programa de radio y le robaba
pitadas cuando dormía el cigarro en el cenicero; con la rubia al
lado de la estufa reconstruyendo el mundo suspendido. Me acuerdo de los cigarritos con el Gonza, que no fuma y es asmático pero nunca me exilió en el jardín, de la ventana del baño de mi antigua casa y del
Poett Bosque de Bambú a mansalva después de los puchos clandestinos.
Todo eso sobrevive, sin cigarros. Como
una postal a la que le recortaron un pedacito. Aún siguen
fabricando esa fragancia en aerosol por si me quiero perder en algún bosque y tengo un paquetito entero de parches de nicotina
para regalar a quien lo esté precisando.
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