Dejé de fumar. Bueno, como titular
suena bien decir eso. Lo cierto es que estoy dejando, o estoy
tratando, o estoy luchando por seguir tratando. Hoy es el tercer día
y siento que nada es más importante. Que el mundo puede convertirse
en vidrio molido de un momento a otro y que, si eso pasa, yo voy a
salir corriendo en busca de mi última caja y me voy a prender un cigarro
antes de desaparecer por completo.
Me da rabia no haber cargado de
simbolismo el último que me fumé. Y lamento pensar que exhalé el
último humo del último cigarro sin saber que sería el último.
Lamento no haber puesto una canción que me guste, y escucharla desde
la penumbra, mirando cómo la brasa se vuelve puntiaguda conforme se
consume y te consume. Lamento recordar que mientras fumaba mi último
cigarro estaba la tele prendida, y canal diez proyectaba Ahora caigo.
Miguel Hernández dice: “yo nací en
mala luna”. Cuando fui creciendo una leyenda rondaba mi propia
vida: nací asfixiada. Con el tiempo comprendí que “asfixiada”
era un poco más grave que “sin respirar”, pero más eufemística
que “nací muerta”. Mi madre había enterrado a su padre unos
días antes del parto. Ese en el que nací muerta, o sin respirar. Mi
abuelo, su padre, fumaba. Rubios. Toda la vida. La quedó a los 56. Yo no.
Cumplí 11 o 12. “Jardinera queda acá
a la vuelta”, fueron las primeras palabras que alguien me dirigió
en mi primer día en el liceo. Tenía 11. Parecía de 9 y estaba en
primero de liceo. El timbre sonaba cada 45 minutos. El tiempo pasaba
a medirse en
primera y segunda, tercera y cuarta. Los profesores
eran gente que no te gustaba y vos tenías 11 pero parecías de 9. No
recuerdo exactamente cuándo fue mi primera pitada pero había que
hacerse grande de prepo si las tetas no se dignaban a ayudar. Fumar fue una buena
opción. Creo que fue con Mariana y Ximena. Un J y M traído de un
inframundo de mocasines blancos y Aquí está su disco. La vida no
era verdaderamente light. Lo supe a los 9, y a los 11. Lo sé.
Dividíamos el cigarro en tres partes con una línea imaginaria. Yo
fumaba el principio, Ximena la parte del medio y Mariana el final.
Caminábamos hasta el zoológico (una diez cuadras de casa), para
llevar a cabo nuestro ritual secreto, contra aquellas paredes
surrealistas de animales privados de libertad, entre otras cosas.
Cada tanto escuchábamos algún aullido. No nos daba miedo. Más
miedo nos daba que pasara el 191 y alguien conocido nos viera.
Cuando jugábamos a las madres, hacía
que fumaba. Recortaba meticulosamente papel de calcar y me armaba
cigarritos con orégano. Después iba a buscar a mi hijo a la
escuela, y mientras acarreaba el imaginario cochecito, hurgaba en mi
cartera de jugar a las madres el armado lúdico y secreto. Me hacía
sentir grande e importante. Como si ambas cosas pertenecieran a la
misma categoría de sensaciones. Con Ximena lo teníamos claro.
Siempre supimos que íbamos a fumar. La entrada al liceo fue terreno
fértil para materializar nuestro imaginario. Antes de entrar,
pasábamos por el kiosko de la esquina, juntábamos las monedas y,
según lo recaudado, comprábamos entre 3 y 4 cigarros sueltos, que
fumábamos entre las tres, fragmentándolos según la cantidad de
recreos y horas puente.
Hace más de quince años que fumo. Esa
frase suena mal. Lo sé. Pero suena mal ahora, en 2015, cuando un
grupo de gente prende fuego a un tipo en una jaula, y representa
teatralmente una realidad que socava el sentido del mundo.
Suena mal que la gente fume cigarros.
Porque el Estado se ha encargado de volver objeto de desaprobación a
aquellas personas que fuman, es decir, que tienen una adicción, como
tantas otras que no están tarifadas por el Estado. Dejo de fumar
porque quiero, no porque haya un decreto, o porque paso frío en
invierno cuando los bares me echan a la vereda. Dejo de fumar porque
me quedé afónica con el penúltimo cigarro que fumé y me asusté.
Porque soy una tipa de las palabras, y me gusta hablar. No puedo
ceder la voz. Dejo de fumar para ver qué sienten las felices
personas que no fuman ni jamás lo hicieron, y aquellas que dejaron,
que pudieron y que vos no podés creer cómo carajo hicieron. Dejo de
fumar para ver si me pasa todo eso que tiene que pasar, para ver qué
voy a hacer ahora mientras escriba un cuento, y cuando lo termine,
¿qué voy a hacer? Tomar un jugo Tang como para seguir haciendo daño
al organismo y que no extrañe. El pucho también es victoria. Y ese
es el peor hábito. Placer al placer. ¿Qué pasa ahora? ¿Cómo es
la vida sin fumar? Cómo es salir con tus amigos, cómo es tomarte
tres cervezas, cómo es conversar de cosas importantes y cómo es
estar triste, cómo es angustiarte en el laburo, cómo es sentirte
definitivamente solo, cómo es tomar café, y hacer el amor y
después, ¿qué importan del después?. Fuck you. Cómo es almorzar
y cenar. Cómo es esperar el bondi o salir del laburo cuando el sol
enchastra la calle Buenos Aires y vos de espaldas lo dejás atrás,
porque tu bondi no va para el lado del sol. Cómo es.
No les voy a decir que me siento Renton
en Trainspotting. Pero hoy, que es el tercer día y me vine a la
apacible calma de la casa de mi padres a superar el carnaval, donde
las precauciones de ser grande parecen desaparecer, y donde uno se
reencuentra con ese lugar sagrado de estar con personas que jamás te
van a dejar tirilla y donde siempre vas a escuchar un “tenés
servido” de comida casera, y la cama hecha otra vez, y las sábanas
perfumadas de madre y los abrazos. Si dieran Don Francisco esta
tarde, se vería con ellos sin patalear. Pero hoy, que es el tercer
día, me sudan las manos y hay algo en la boca del estómago que es
como una piña desde adentro, y entonces voy y me tomo un buche de
agua, porque eso es lo que hay que hacer. Pensar que el agua
purifica. Pero lo cierto es que en mi cerebro hay un neurotransmisor
que se convirtió en una planta carnívora, que le susurra segundo a
segundo a otra planta vecina: nicotina. Desconfíen de todo lo que
termina en ina. Mi nombre. Es terrible. Tengo nombre de fármaco, de
adicción.
Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario