domingo, 15 de febrero de 2015

Dejé de fumar -Parte I-

Dejé de fumar. Bueno, como titular suena bien decir eso. Lo cierto es que estoy dejando, o estoy tratando, o estoy luchando por seguir tratando. Hoy es el tercer día y siento que nada es más importante. Que el mundo puede convertirse en vidrio molido de un momento a otro y que, si eso pasa, yo voy a salir corriendo en busca de mi última caja y me voy a prender un cigarro antes de desaparecer por completo. 

Me da rabia no haber cargado de simbolismo el último que me fumé. Y lamento pensar que exhalé el último humo del último cigarro sin saber que sería el último. Lamento no haber puesto una canción que me guste, y escucharla desde la penumbra, mirando cómo la brasa se vuelve puntiaguda conforme se consume y te consume. Lamento recordar que mientras fumaba mi último cigarro estaba la tele prendida, y canal diez proyectaba Ahora caigo.

Miguel Hernández dice: “yo nací en mala luna”. Cuando fui creciendo una leyenda rondaba mi propia vida: nací asfixiada. Con el tiempo comprendí que “asfixiada” era un poco más grave que “sin respirar”, pero más eufemística que “nací muerta”. Mi madre había enterrado a su padre unos días antes del parto. Ese en el que nací muerta, o sin respirar. Mi abuelo, su padre, fumaba. Rubios. Toda la vida. La quedó a los 56. Yo no. 

Cumplí 11 o 12. “Jardinera queda acá a la vuelta”, fueron las primeras palabras que alguien me dirigió en mi primer día en el liceo. Tenía 11. Parecía de 9 y estaba en primero de liceo. El timbre sonaba cada 45 minutos. El tiempo pasaba a medirse en
primera y segunda, tercera y cuarta. Los profesores eran gente que no te gustaba y vos tenías 11 pero parecías de 9. No recuerdo exactamente cuándo fue mi primera pitada pero había que hacerse grande de prepo si las tetas no se dignaban a ayudar. Fumar fue una buena opción. Creo que fue con Mariana y Ximena. Un J y M traído de un inframundo de mocasines blancos y Aquí está su disco. La vida no era verdaderamente light. Lo supe a los 9, y a los 11. Lo sé. Dividíamos el cigarro en tres partes con una línea imaginaria. Yo fumaba el principio, Ximena la parte del medio y Mariana el final. Caminábamos hasta el zoológico (una diez cuadras de casa), para llevar a cabo nuestro ritual secreto, contra aquellas paredes surrealistas de animales privados de libertad, entre otras cosas. Cada tanto escuchábamos algún aullido. No nos daba miedo. Más miedo nos daba que pasara el 191 y alguien conocido nos viera.

Cuando jugábamos a las madres, hacía que fumaba. Recortaba meticulosamente papel de calcar y me armaba cigarritos con orégano. Después iba a buscar a mi hijo a la escuela, y mientras acarreaba el imaginario cochecito, hurgaba en mi cartera de jugar a las madres el armado lúdico y secreto. Me hacía sentir grande e importante. Como si ambas cosas pertenecieran a la misma categoría de sensaciones. Con Ximena lo teníamos claro. Siempre supimos que íbamos a fumar. La entrada al liceo fue terreno fértil para materializar nuestro imaginario. Antes de entrar, pasábamos por el kiosko de la esquina, juntábamos las monedas y, según lo recaudado, comprábamos entre 3 y 4 cigarros sueltos, que fumábamos entre las tres, fragmentándolos según la cantidad de recreos y horas puente.

Hace más de quince años que fumo. Esa frase suena mal. Lo sé. Pero suena mal ahora, en 2015, cuando un grupo de gente prende fuego a un tipo en una jaula, y representa teatralmente una realidad que socava el sentido del mundo.

Suena mal que la gente fume cigarros. Porque el Estado se ha encargado de volver objeto de desaprobación a aquellas personas que fuman, es decir, que tienen una adicción, como tantas otras que no están tarifadas por el Estado. Dejo de fumar porque quiero, no porque haya un decreto, o porque paso frío en invierno cuando los bares me echan a la vereda. Dejo de fumar porque me quedé afónica con el penúltimo cigarro que fumé y me asusté. Porque soy una tipa de las palabras, y me gusta hablar. No puedo ceder la voz. Dejo de fumar para ver qué sienten las felices personas que no fuman ni jamás lo hicieron, y aquellas que dejaron, que pudieron y que vos no podés creer cómo carajo hicieron. Dejo de fumar para ver si me pasa todo eso que tiene que pasar, para ver qué voy a hacer ahora mientras escriba un cuento, y cuando lo termine, ¿qué voy a hacer? Tomar un jugo Tang como para seguir haciendo daño al organismo y que no extrañe. El pucho también es victoria. Y ese es el peor hábito. Placer al placer. ¿Qué pasa ahora? ¿Cómo es la vida sin fumar? Cómo es salir con tus amigos, cómo es tomarte tres cervezas, cómo es conversar de cosas importantes y cómo es estar triste, cómo es angustiarte en el laburo, cómo es sentirte definitivamente solo, cómo es tomar café, y hacer el amor y después, ¿qué importan del después?. Fuck you. Cómo es almorzar y cenar. Cómo es esperar el bondi o salir del laburo cuando el sol enchastra la calle Buenos Aires y vos de espaldas lo dejás atrás, porque tu bondi no va para el lado del sol. Cómo es.


No les voy a decir que me siento Renton en Trainspotting. Pero hoy, que es el tercer día y me vine a la apacible calma de la casa de mi padres a superar el carnaval, donde las precauciones de ser grande parecen desaparecer, y donde uno se reencuentra con ese lugar sagrado de estar con personas que jamás te van a dejar tirilla y donde siempre vas a escuchar un “tenés servido” de comida casera, y la cama hecha otra vez, y las sábanas perfumadas de madre y los abrazos. Si dieran Don Francisco esta tarde, se vería con ellos sin patalear. Pero hoy, que es el tercer día, me sudan las manos y hay algo en la boca del estómago que es como una piña desde adentro, y entonces voy y me tomo un buche de agua, porque eso es lo que hay que hacer. Pensar que el agua purifica. Pero lo cierto es que en mi cerebro hay un neurotransmisor que se convirtió en una planta carnívora, que le susurra segundo a segundo a otra planta vecina: nicotina. Desconfíen de todo lo que termina en ina. Mi nombre. Es terrible. Tengo nombre de fármaco, de adicción.  

Continuará. 

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