Parece que fue Elvis el primero en sentarse en ronda junto a sus músicos en un escenario y desenchufar. Era 1968 y el gesto evidente: aún sin amplificadores, sin distorsión, seguía siendo Rock and Roll. Se trataba de un programa de la NBC en el que el rey del rock grabaría un puñado de canciones posteriormente conocidas como 68 Comeback Special. Era el primer antecedente de la modalidad unplugged.
Como crecí en los 90, mis recuerdos son fósiles que decidí atesorar con la altivez de los viajeros del tiempo. Los nacidos en los 80 fuimos forjados entre la paciencia de redondear con marcador la película que queríamos ver en la revista del cable, y el haber pensado que habíamos llegado a la Nasa cuando tuvimos nuestro primer CD. Si se rayaba perdíamos un reino. No colecciono ese pasado con nostalgia ni con la pose de una pendeja que hace de vieja, sino con los ojos de una guerrera que mira atrás mientras limpia la espada.
En medio de todo aquello, la tele prendida. Por entonces había dos canales que en mi cable eran contiguos: MTV, cuando además de videoclips las 24 horas transmitía programas especializados en metal o en clásicos; y Telemúsica, donde pasaban un psicodélico video de Willy Crook al menos cinco veces por día hasta que en algún momento todo mutó, como lo hacen las cosas sujetas al tiempo y a las voluntades.
MTV nos engañaba abriendo el portal de la nada con Chico Migraña, sin decirnos que eso que parecía tan raro, tan cool, era el principio de una era donde ya no verías música en ese canal. Mientras tanto, en Telemúsica lo que era Tonino Carotone —aquel falso tano que te cantaba en la cara “me cago en el amor” mientras simulaba cogerse un maniquí— pasaba a ser sin pruritos ni medias tintas “Vive la vida loca”. Era el fin de una era, pero por entonces ya habíamos empezado a buscar cosas en Internet, porque de pronto teníamos Internet.
En el medio, antes del principio del fin, nosotros en plena adolescencia encontrábamos un significado en la palabra Unplugged que eventualmente pronunciábamos mal. Porque en nuestros sillones, más o menos pajeros que el de Beavis y Butt-head, la música se escuchaba y se veía. Y cuando había video clips que encima contaban una historia, olía a dicha. Una cajita de leche aventurándose por alguna triste calle de Reino Unido, o miles de juguetes cayendo del cielo en un video de Erasure. Lo vimos.
Y de pronto, nuestras bandas decidían filmarse tocando en vivo, pero desenchufados. He de reconocer que ante el anuncio del primer Unplugged del que era consciente me enojé un poco. Mi lado rockero más ortodoxo no comprendía a priori cómo el rock decidía desenchufarse, privarse de aquello que en mi mente adolescente lo hacía rock. Esta pavada se me pasó rápido cuando vi el de Nirvana y toda esa fragilidad de aquel rubio de saquito roñoso tratando de esconder su tristeza, inútilmente, detrás del micrófono. Fue como verle los ojos al Indio Solari. Hasta hoy, aun siendo una versión, canto “The Man Who Sold the Word” acentuando como una irrupción la p de “passed” en el primer verso, una desprolijidad en el canto de Cobain que lo vuelve tan real como todas sus canciones.
En 1994 Los Fabulosos Cadillacs fue la primera banda en español que hizo un Unplugged con la mega cadena de música televisada. No les di mucha bola, la verdad, porque nunca fui mucho de las bandas numerosas y fiesteras. La siguiente emisión fue de Caifanes. Lo siento, pero no.
Al año siguiente, en el tercer Unplugged en esta lengua romance, nos pedían que por favor lloráramos y se solicitaba, en medio de una canción, menta, dos hielos y agua. Pocos paratextos han logrado fijarse como tatuajes en la reproducción de las canciones. Nunca más cantamos “Yendo de la cama al living” sin arengar a Erika para darle paso al violín. Incluso tomamos como parte de la canción el “sería muy bueno” que la muñeca rubia que descansa sobre el piano nos regala con su ominosa voz fabril.
LOS LUGARES CIERTOS
Una vez más, esa modalidad Unplugged nos daba en una primera instancia un poco de la espontaneidad artística que anhelábamos; y por otro, nos regalaba momentos únicos que pasarían a nuestro imaginario como partes constitutivas de las canciones.
Era 1995. En Argentina Menem asumía por segunda vez, del otro lado del charco se jugaba la Copa América y en Estados Unidos alguien inventaba el Internet Explorer. Buscar ya no sería un esfuerzo denodado para adquirir una nueva sabiduría. El nuevo oráculo tenía enter.
Por entonces yo había pasado al liceo con mi aspecto aniñado a cuestas y la rebeldía de la vida por delante. Era una pasajera en trance, que antes de saber resolver una ecuación de segundo grado había entendido que las metáforas tenían la fuerza de patear las convenciones del mundo. Un amor real, sería, para siempre, como vivir en aeropuerto.
Llegué a Charly por aquel Unplugged y desde ahí a la discografía. Por lo tanto, durante mucho tiempo asumí que el enganche de “Eiti Leda” con “Viernes 3 AM” era parte de la misma canción (sí, no había curtido Serú Girán), incluso con el entrañable “y me olvidé de la letra” a cuestas. En mi cuaderno de matemática había escrito con indelebles tintas: “te hace bien, tanto como hace mal, te hace odiar, tanto como querer”. Las canciones eran mis municiones contra todo lo que no me gustaba y Charly estaba conmigo en la trinchera, apretando bien las muelas. Yo siempre cerraba los ojos con él para ver cómo trasmutaba la primavera, y cuando los abría, los tules del estudio seguían ahí.
El rock también podía tener violines y chelos. El rock podía tener boas azules sobre las piernas cruzadas de María Gabriela Epumer en aquel banco alto como la gloria.
“Una canción que le gusta mucho a todo el mundo, sobre todo a los muertos” fue, por aquel entonces, mucho más que una frase espontánea. Charly creaba una cosmovisión de fósiles y dolor, un mesozoico de anhelos donde los dinosaurios iban a desaparecer.
Lo que queda, de esa era y por siempre, son las canciones, como los discos. El mundo suspendido en notas y versos que, tanto trajinar después, aún nos mantienen alerta y pensando. Es mucho.
Publicado originalmente en artezeta.com.ar