Desde el ala del sombrero blanco que me prestó mi madre
veo descender una araña frente a mi ojo izquierdo. No tengo con ella
ningún conflicto personal, aunque todavía me queden los rastros de una
cicatriz en la cintura, resultado de una picadura a los nueve años que me
provocó culebrilla y que me acercó, por primera vez, a la noción de fin.
Según la leyenda, la culebrilla es capaz de matar a la persona
afectada, una vez que los vértices de la erupción se encuentran entre sí.
No hubo ciencia que pudiera con el cinturón de ampollas que comenzó a
formarse y que avanzaba por la piel conforme pasaban las horas. Así que
mi madre recurrió a la curandera de la esquina. Había que sortear un jardín. Entre paredes verde agua y un pesebre sobrenatural
armado en un rincón del comedor, la anciana mojó un ramo de ruda en un
vaso de Fido Dido con agua bendita y procedió con el ritual. “Que los
dioses salven a esta niña” fueron las palabras exactas de su pagana
plegaria.
Ahora la araña
proyecta su diminuta sombra y se multiplica. No
puedo evitarlo, me doy cuenta de que todavía tengo miedo, a las arañas y
al fin. Así que, por un segundo, calibro mi ojo izquierdo y la
inmortalizo. La pequeña muerte de la araña es un asesinato. Riba, el
protagonista de Dublinesca cuenta que una vez en Nueva York fue a cenar a
la casa de la familia Auster. Esa es la escena del crimen de la araña.
La dejo ahí, escrachada contra la página 110.
domingo, 22 de mayo de 2016
domingo, 1 de mayo de 2016
Plateado Nasa
Fría. Como las cortinas de enrollar de Fernández Crespo en
agosto, era la biblioteca del liceo en abril. Pocos acudían a ella. Nada era demasiado amigable en la calle con impronta de pasaje tuerto llamada Mataojo.
A esa biblioteca entré varias veces, escapada del recreo y de
los cigarros jóvenes sin culpa. Por ese
entonces, colgaba de mi hombro derecho una mochila negra de tela de avión,
decorada con impunidad adolescente con nombres de bandas en una tinta blanca y
viscosa como la Cascola, pero que poseía el don de escribir sobre cualquier
superficie –desde un ladrillo rojo en el fondo del salón, hasta el borde de la
suela de las All Stars- los pensamientos que tenían la necesidad de salir, de
hacerse ver.
Quise escribir la estrofa de una canción en el bolsillo
chico de tela de avión, pero dudé. Una
palabra de esas que parecen encontradas entre los escombros de los mitos. Que
podrían ir con s pero van con z. Que podrían representar una cosa, y de pronto son un “Viento septentrional más o menos inclinado a levante o a poniente, según la situación geográfica de la región en que sopla". Eso era Cierzo,
según el Larousse ilustrado, antepasado cavernoso de Google. Tuve que buscar también
septentrional.
En el bolsillo chico guardaba celosamente mi regalo de 15
años. Un walkman Sony que desde una carcasa de plástico plateado Nasa, le
avisaba a mis manos y al mundo que la palabra análogo comenzaba a ser cosa del
diccionario. El novedoso diseño del aparato incluía una línea de botoncitos grises, mueca digital parecida a una sonrisa incrustada en la tapa del pasacasetes. Mi walkman se reía, del pasado, de mí, y del futuro que se lo iba a
llevar puesto muy pronto con una aberración de la usabilidad tecnológica a
gran escala llamada discman.
Aquel dispositivo, con el que me pude sacar dique de
vanguardia en un lapso muy breve –como le debe haber pasado a la gente que jeteó
con un celular con tapita, hasta que vino el Motorola V5 a aguar la fiesta de
los humildes- me acompañó en cada 141 que tomé en aquellos tres años. Rivera, Propios,
Comercio y la fábrica de vidrio, Comercio y la fábrica de vidrio en conflicto,
Comercio y la fábrica de vidrio embalsamada en su severo abandono de fábrica.
En el muro del predio de en frente, que ahora es uno de esos
sinsentidos ideológicos y arquitectónicos-una plaza cercada con rejas, privada, a la que nadie puede entrar excepto el señor que mantiene el pasto a raya-, los
obreros de cristalerías habían pintado a fuerza de inmortalidad y castidad de
brocha la frase: “La única lucha que se pierde, es la que se abandona”. Al pasar, mientras eventualmente cambiaba la estación de radio manipulando la sonrisa de mi walkman, miraba el muro. Si había que dar un examen, se leía;
si había que ir a discutir, se leía; si había que ir a declarar un amor a
sabiendas no correspondido en el cantero del árbol del patio, se leía.
De tanto buscar palabras, me hice compinche de la
bibliotecaria. A ella le pregunté si sabía de quién era la frase de
Cristalerías. Esos seres que una recuerda ya no como un arquetipo, sino con la
amabilidad de las caricaturas. Me
preguntaba qué buscaba, y yo le decía palabras de canciones. No me gustaba quedar en offside si algún curioso
me preguntaba qué andaba cantando y, además, siempre garpaba mechar “nihilista”
con la h bien puesta en algún escrito de literatura o historia.
De las que me vienen a la mente: Cierzo, Nihilista, Falangista,
Bukowski –el Larousse ilustrado tenía una sección de personalidades, aunque el
autor de La Senda del perdedor no figuraba en ella- Loto e Invicto.
Hay muchas más, como canciones en el Sony plateado.
Hay muchas más, como canciones en el Sony plateado.
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