sábado, 23 de octubre de 2021

Una muñeca dice "Sería muy bueno": análisis del Unplugged de Charly García

 

Parece que fue Elvis el primero en sentarse en ronda junto a sus músicos en un escenario y desenchufar.  Era 1968 y el gesto evidente: aún sin amplificadores, sin distorsión, seguía siendo Rock and Roll. Se trataba de un programa de la NBC en el que el rey del rock grabaría un puñado de canciones posteriormente conocidas como 68 Comeback Special. Era el primer antecedente de la modalidad unplugged.

Como crecí en los 90, mis recuerdos son fósiles que decidí atesorar con la altivez de los viajeros del tiempo. Los nacidos en los 80 fuimos forjados entre la paciencia de redondear con marcador la película que queríamos ver en la revista del cable, y el haber pensado que habíamos llegado a la Nasa cuando tuvimos nuestro primer CD.  Si se rayaba perdíamos un reino. No colecciono ese pasado con nostalgia ni con la pose de una pendeja que hace de vieja, sino con los ojos de una guerrera que mira atrás mientras limpia la espada.

En medio de todo aquello, la tele prendida. Por entonces había dos canales que en mi cable eran contiguos: MTV, cuando además de videoclips las 24 horas transmitía programas especializados en metal o en clásicos; y Telemúsica, donde pasaban un psicodélico video de Willy Crook al menos cinco veces por día hasta que en algún momento todo mutó, como lo hacen las cosas sujetas al tiempo y a las voluntades.

MTV nos engañaba abriendo el portal de la nada con Chico Migraña, sin decirnos que eso que parecía tan raro, tan cool, era el principio de una era donde ya no verías música en ese canal. Mientras tanto, en Telemúsica lo que era Tonino Carotone —aquel falso tano que te cantaba en la cara “me cago en el amor” mientras simulaba cogerse un maniquí— pasaba a ser sin pruritos ni medias tintas “Vive la vida loca”.  Era el fin de una era, pero por entonces ya habíamos empezado a buscar cosas en Internet, porque de pronto teníamos Internet.

En el medio, antes del principio del fin, nosotros en plena adolescencia encontrábamos un significado en la palabra Unplugged que eventualmente pronunciábamos mal. Porque en nuestros sillones, más o menos pajeros que el de Beavis y Butt-head, la música se escuchaba y se veía.  Y cuando había video clips que encima contaban una historia, olía a dicha. Una cajita de leche aventurándose por alguna triste calle de Reino Unido, o miles de juguetes cayendo del cielo en un video de Erasure. Lo vimos.

Y de pronto, nuestras bandas decidían filmarse tocando en vivo, pero desenchufados. He de reconocer que ante el anuncio del primer Unplugged del que era consciente me enojé un poco. Mi lado rockero más ortodoxo no comprendía a priori cómo el rock decidía desenchufarse, privarse de aquello que en mi mente adolescente lo hacía rock. Esta pavada se me pasó rápido cuando vi el de Nirvana y toda esa fragilidad de aquel rubio de saquito roñoso tratando de esconder su tristeza, inútilmente, detrás del micrófono. Fue como verle los ojos al Indio Solari. Hasta hoy, aun siendo una versión, canto “The Man Who Sold the Word” acentuando como una irrupción la p de “passed” en el primer verso, una desprolijidad en el canto de Cobain que lo vuelve tan real como todas sus canciones.

En 1994 Los Fabulosos Cadillacs fue la primera banda en español que hizo un Unplugged con la mega cadena de música televisada. No les di mucha bola, la verdad, porque nunca fui mucho de las bandas numerosas y fiesteras. La siguiente emisión fue de Caifanes. Lo siento, pero no.

Al año siguiente, en el tercer Unplugged en esta lengua romance, nos pedían que por favor lloráramos y se solicitaba, en medio de una canción, menta, dos hielos y agua. Pocos paratextos han logrado fijarse como tatuajes en la reproducción de las canciones. Nunca más cantamos “Yendo de la cama al living” sin arengar a  Erika para darle paso al violín. Incluso tomamos como parte de la canción el “sería muy bueno” que la muñeca rubia que descansa sobre el piano nos regala con su ominosa voz fabril.

LOS LUGARES CIERTOS 

Una vez más, esa modalidad Unplugged nos daba en una primera instancia un poco de la espontaneidad artística que anhelábamos; y por otro, nos regalaba momentos únicos que pasarían a nuestro imaginario como partes constitutivas de las canciones.

Era 1995. En Argentina Menem asumía por segunda vez, del otro lado del charco se jugaba la Copa América y en Estados Unidos alguien inventaba el Internet Explorer. Buscar ya no sería un esfuerzo denodado para adquirir una nueva sabiduría. El nuevo oráculo tenía enter.

Por entonces yo había pasado al liceo con mi aspecto aniñado a cuestas y la rebeldía de la vida por delante. Era una pasajera en trance, que antes de saber resolver una ecuación de segundo grado había entendido que las metáforas tenían la fuerza de patear las convenciones del mundo. Un amor real, sería, para siempre, como vivir en aeropuerto.

Llegué a Charly por aquel Unplugged y desde ahí a la discografía. Por lo tanto, durante mucho tiempo asumí que el enganche de “Eiti Leda” con “Viernes 3 AM” era parte de la misma canción (sí, no había curtido Serú Girán), incluso con el entrañable “y me olvidé de la letra” a cuestas.  En mi cuaderno de matemática había escrito con indelebles tintas: “te hace bien, tanto como hace mal, te hace odiar, tanto como querer”. Las canciones eran mis municiones contra todo lo que no me gustaba y Charly estaba conmigo en la trinchera, apretando bien las muelas. Yo siempre cerraba los ojos con él para ver cómo trasmutaba la primavera, y cuando los abría, los tules del estudio seguían ahí.

El rock también podía tener violines y chelos. El rock podía tener boas azules sobre las piernas cruzadas de María Gabriela Epumer en aquel banco alto como la gloria.

“Una canción que le gusta mucho a todo el mundo, sobre todo a los muertos” fue, por aquel entonces, mucho más que una frase espontánea. Charly creaba una cosmovisión de fósiles y dolor, un mesozoico de anhelos donde los dinosaurios iban a desaparecer.

Lo que queda, de esa era y por siempre, son las canciones, como los discos. El mundo suspendido en notas y versos que, tanto trajinar después, aún nos mantienen alerta y pensando. Es mucho.

Publicado originalmente en artezeta.com.ar


viernes, 20 de agosto de 2021

Reino animal

Dicen las noticias que el cachalote perdió el rumbo y su cuerpo de 16 metros se fue a morir a la Playa Carrasco. En adelante la ballena con mandíbula dentada –de ahí su descripción en la taxonomía acuática- pasaría los siguientes tres días pudriéndose a la vista del barrio con más mansiones por metro cuadrado de Montevideo. 

imagen decorativa

El cadáver incomodaba. No solo porque la descomposición de los cetáceos se caracteriza por un hedor que se traslada con destreza, sino porque fuera del agua se vuelve una mutación frágil: rompible la piel, como un vestido que se raja al forzar un talle. Pasó eso. La madeja de intestinos supuró del animal con el primer intento municipal de arrastrarlo desde la orilla hasta el muro de la rambla. 

Walter Sosa es el encargado del Museo Zoológico Dámaso Antonio Larrañaga, conocido por generaciones como el Museo Oceanográfico debido al impactante esqueleto de una ballena que se puede ver en uno de los cuartos. Pero en el museo hay más fauna: aves, reptiles y felinos como el leopardo que se exhibe en la recepción y es motivo de orgullo. Al leopardo lo hizo Walter, que además de carpintero es taxidermista. Aprendió leyendo antes de tener Internet. Me dice que le encanta hacerlo, que lo calma y que no le da asco porque siempre fue “bichero”. En su casa recupera animales heridos y colecciona insectos. Embalsamando animales transcurre su jornada laboral en el edificio situado entre un cementerio y la curva de la muerte.

Walter, que es flaco y tiene músculos de laburante y no de gimnasio, habla con timidez, absorbiendo a la uruguaya el tono de las vocales al final de cada enunciado. Tiene casi cincuenta años pero parece más joven, con su raro peinado nuevo, según me dice, lo lleva al estilo New Wave porque es de su época. En el museo trabajan dos personas y hacen lo que pueden, que es todo. Ambos compañeros se niegan a abandonar el edificio. Como guardianes de un reino animal viven tranquilos en ese lugar al que describen como mágico y de vez en cuando suben a la torre para estar atentos como los centinelas de un castillo. Cada tanto algún rumor de administración pública les trae la vieja ocurrencia de convertir el museo en otra cosa o de mudarlo. Los dos del museo permanecen en guardia, como el “dios aparte” que dicen tener.

Según me cuenta Walter mientras me revela los arcanos de aquellos pasillos mudos, ese dios se llama Alejandro Pesce. Nadie jamás supo la causa porque no dejó nota que diera cuenta de sus fundamentos. Dicen que en sus expediciones al Amazonas contrajo una enfermedad que lo atrofiaba y que no pudo soportarlo. Lo cierto es que en 1967 mientras capturaban en Bolivia a Ernesto “Che” Guevara y en Uruguay la selección de fútbol se coronaba campeona de la Copa América, el subdirector de la Estación Oceanográfica que funcionó en el edificio se pegaba un tiro en la cabeza. 

Lo encontraron muerto en el viejo taller de taxidermia donde ahora están los congeladores en los que se almacenan animales muertos. Ante ruidos extraños o situaciones que escapan a la lógica los dos empleados del museo invocan a Don Pesce a modo de protección. Según cuenta Walter, una mañana al llegar después de una noche de temporal encontraron descolgado un cuadro enorme parado delante del esqueleto de la jirafa, como si en vez de caerse por alguna filtración del viento hubiera sobrevolado la estructura ósea del rumiante sin romperle ni un hueso. “Aunque siempre intentamos buscarle la lógica a todo lo que pasa acá, hasta hoy nos gusta creer que ese fue Don Pesce, que tocó el cuadro para no romperla”.

Más de cien años después el edificio con aspecto de castillo sigue recibiendo muertos. Hacia 1910 en el predio donde se construyó el museo funcionaba una morgue. En ella ingresaban los cadáveres que serían enterrados en el cementerio del barrio con nombre acuático: Buceo. Cuando la morgue dejó de funcionar pasaron años hasta que el dueño de un club nocturno de la Ciudad Vieja les encomendara a los arquitectos en boga Canale y Mazzara la confección del mítico edificio. En 1930 en Montevideo se inauguraba el primer mundial de fútbol y con él, negociantes de todos los rubros adivinaban un futuro promisorio posterior a la zafra. El dueño del nuevo Café Morisco, conocido más tarde como “el cabaret de la muerte”, también. No pudo ser. Como las pelotas en el Centenario, rodaban los rumores: el cabaret, construido sobre la antigua morgue, “estaba maldito”. Terminó cerrando.

Walter no cree en nada. Para él son leyendas las historias que afirman que desde la torre se arrojaban prostitutas o que era sitio para ajusticiar deudas pendientes con amenazas a punta de pistola y esternones acribillados contra el barandal. Según Walter la magia del museo va por otro lado: más ligada al silencio espectral, a los reflejos de las vitrinas que le hacen cosquillas al tedio del trabajo en solitario, a los ojos de piedra de los bichos, que parecen mirar pero no miran. 

Esos ojos están guardados en una cajita de cartón que Walter busca en un aparador del sótano para que yo también los vea. Los ojos fueron comprados en Estados Unidos a través de una licitación estatal en los años noventa y mientras Walter protesta ante el entrevero de iris y pupilas, agarra un par de la caja que hace ruido a bijouterie de feria. “Ves, estos son de lechuza”, me indica ante aquellas dos piedras redondas y absolutas, inescrutables ojos de animales nocturnos. Hay ojos chiquitos para pájaros, hay ojos seductores de tigres y leopardos. Hay ojos mezquinos de zorrillo y ojos árticos de serpientes. “Cuando el animal te mira sentís que está ahí”, me aclara Walter, mientras vuelve a guardar la caja en el aparador. De pronto comienza a escucharse un saxofón y el sonido se filtra con la luz por las banderolas de la sala. En ella hay una ballena a medio armar y los huesos parecen pender de hilos que no se ven, porque no existen. Walter dice que es difícil armarlas, sobre todo por las vértebras. Es un puzle en el aire y las vértebras las fichas del cielo: la parte más difícil, todo igual. 

Mientras bajamos al sótano me siento con el privilegio de una niña que logró escapar de la fiscalización de la maestra y abrió la puerta que indica “solo personal autorizado”. En el descenso atravesamos un cuartucho con los materiales que Walter usa para embalsamar. Finalmente, el sótano. Antes de pisar el último escalón el olor cambia. Ya no hay olor a museo. Hay olor a Villa Dolores si sacamos de la composición el aroma a maní o a pop acaramelado. Los bichos son renuentes a abandonar sus olores. Aunque ahora sean solo huesos. Mientras Walter se abre paso como el capitán de una expedición y acomoda los humidificadores, me doy de frente con el inmenso cráneo de la elefanta Yothi -última de su especie en cautiverio- y me emociono con un estruje en el estómago de la infancia. Vengo de ver decenas de animales embalsamados pero lo huesos generan un impacto distinto. No son un simulacro inanimado a fuerza de alumbre y arsénico; los huesos son rastro inequívoco de que aquello que fue ya no es y, sin embargo, está ahí.

Ahí. Como los huesos del cachalote de la playa de Carrasco. Mientras subimos a la torre y Walter me advierte que son 25 metros, traducidos en 104 escalones, economizo la respiración entre bocanadas de humedad y cal. Subo pensando si habrá sido el último trayecto de personas en los tiempos del Cabaret de la muerte. En la mitad de la travesía Walter me pregunta si quiero ver “al cachalote de 2014” y recuerdo la desamparada imagen televisada de aquel imponente animal acuático cayendo, muerto, desde una grúa municipal a su sepulcro de basural en la Usina Nº 5. Al abrir una puertita como de Alicia en el país de las maravillas camuflada en la cóncava pared de la torre salimos a la azotea del museo. Allí, desperdigadas en cada rincón y cubiertas con bolsas de nylon transparente, están las piezas del esqueleto del cachalote. “Se apuraron al desenterrarlo”, me dice Walter mientras se excusa por el olor como un dueño de casa que advierte el desorden ante la visita imprevista. Con la paciencia lenta de las ballenas los huesos esperan bajo el sol que se disipe el olor antes de convertirse en objetos de estudio y en piezas de colección.

No es el museo más popular. Apenas si entraron seis personas en lo que va de la tarde. Los pasos son devorados por el eco que anida entre las vitrinas y los silencios solo alterados por las melodías del saxofonista que cada fin de semana se aposta en la arcada principal porque, según dice, el lugar tiene la mejor acústica de Montevideo. Walter lo escucha, atento, mientras me dice que por este tipo de cosas él trabaja feliz en este, su reino, en donde todas las criaturas permanecen.

***

Publicada originalmente en semanario Brecha en diciembre de 2016



domingo, 13 de junio de 2021

Infierno documental: sobre Guarda e passa, un viaje por las colonias Etchepare y Santín Carlos Rossi en el 88

Escena de Guarda e passa
Desde 1982 hasta mediados de los años 90 un grupo de realizadores audiovisuales nucleados en el CEMA (Centro de Medios Audiovisuales) se ocupó del pasado reciente mientras era, todavía, presente continuo. Uruguay arribaba a la democracia con los desgarros de un sistema violado. En 1988 Eduardo Casanova filma un documental que propone  “un viaje por la Colonia Etchepare y Santín Carlos Rossi”. Se tituló Guarda e passa. Mira y sigue. 

Esta película corre la discusión que propone el género documental entre realidad, verdad, subjetividad, sentido, intervención, montaje. Es de tal contundencia la materia prima que muestra, que su escasa, aunque importante manufactura estética, pasa a un segundo plano. 

Son otras las categorías que se avivan al mirarlo, relacionadas más con el efecto, con la interpelación como receptores, que con la inmanencia de la obra. Verla no fue una experiencia estética como receptora, fue un acto de sentido revelador que, sin embargo, es insignificante. 

Este documental no es una obra maestra de la edición, es más bien una arqueología de archivo. Guarda e Passa no monta sus imágenes con el regocijo del impacto. Un paso más allá de la pornografía de la locura, el sentido creado por la película es el truco del hiperreal. Aquello que, de tan icónico y referencial, no se asemeja a ninguna recreación ficticia. Es la deuda eterna de audiovisual de horror: nunca estará a la altura de su gemelo en el mundo real. 

La ablación de la mente, de la dignidad en el sentido estricto. Locos reales de acá para allá, vagando desnudos, bestiales, comiéndose los pies, la piel, unos a otros. El deambular, las abominaciones escondidas de la Edad Media, un campo de concentración en el departamento de San José. 

Quizás el único paratexto del documental -en una decisión más que atinada del realizador, porque no precisa más fragmentos que connoten- es una cita de la Divina Comedia leído por Marosa Di Giorgio: 

Conviene abandonar aquí todo temor, 
aquí debe finalizar toda cobardía. 
Hemos llegado al lugar 
donde verás a los desconsolados 
que han perdido el bien de la cordura. 
El mundo no conserva ningún recuerdo de ellos. 
La misericordia y la justicia los desprecian. 
Pero no hablemos, más mira y sigue.

El siguiente será un viaje por el infierno. Ver Guarda e passa no es solo asistir al archivo de un horror, es saberse interpelado en donde más duele: la conciencia de nuestra indiferencia constitutiva. Verlo es comprobar que el Estado, aún en democracia, continuaba privando de garantías a cientos de personas, confinándolas al vertedero insalubre de lo no funcional, de lo que no sirve. 

Las imágenes recogidas en Guarda e passa podrian pertenecer a un documental sobre el holocausto. Ese hito histórico del horror con método, que pudo significar el fin del arte. Escribir poesía luego de Auswitch sería un acto de barbarie, dijo Adorno. 

¿Qué sentido tendría todo el después?

Estuve días tratando de acomodar el cuerpo, intentando pegar el sentido de todas las cosas. Pero Guarda e passa me había reconfigurado la percepción.

No podía dejar de pensar que eso que vi también era un campo de concentración. Un vertedero de seres humanos privados de dignidad, pero locos, foráneos a la lógica, inservibles para todo sistema que se precie. Pero de pronto, entre las imágenes del grado cero de la locura que, de tan reales, ni siquiera mediaba la valoración estética que podemos hacer de un documental, se colaban dos entrevistas. En una de ellas: 

- Y qué te gustaría hacer a vos, ¿querés seguir acá? 
- No, no me gusta estar acá. A quién le va a gustar, y más siendo lúcida. 

Contesta una mujer joven, luego de narrar que estaba en el infierno por haber agredido a un funcionario del Consejo del niño donde había pasado toda su vida. 

Ese Estado de reciente democracia no solo preveía un basurero de seres humanos, sino que confinaba en él, de forma arbitraria, a personas que hubiesen cometido faltas o delitos menores, aún sin padecer una patología psiquiátrica.

- ....y más siendo lúcida.

Desde entonces, esas palabras serpentean como axones cada vez que miro o escucho, cada vez que pienso. Una vez más me acuerdo de Lo Fatal de Rubén Darío: Dichoso el árbol que es apenas sensitivo y más la piedra dura porque esa ya no siente, y no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente. 

En la semana siguiente estuve rastreando información en diarios nacionales para comprobar ya ni siquiera las condiciones infrahumanas de esos establecimientos -que según da cuenta la página de Asse fueron remodelados para asegurar la dignidad de los pacientes-, sino para apaciguar la noción de que la evolución democrática no continuaba enviando allí a personas sin patologías mentales por negligencias del sistema. No encontré una respuesta concreta, pero pienso en la arbitrariedad de un juez, en las fisuras del sistema de cara a las personas sin recursos, sin familia, sin garantías. No puedo aseverar qué tan lejos estamos de lo que nos mostró Guarda e passa. 

En Uruguay existe una Ley de Salud Mental desde 2017, que en su artículo 38 mandata:
“Queda prohibida la creación de nuevos establecimientos asilares y monovalentes, públicos y privados desde la entrada en vigencia de la presente ley. Los ya existentes deberán adaptar su funcionamiento a las prescripciones de esta ley, hasta su sustitución definitiva por dispositivos alternativos, de acuerdo a los que establezca la reglamentación.

Queda igualmente prohibida, a partir de la vigencia de la presente ley, la internación de personas en los establecimientos asilares existentes. Se establecerán acciones para el cierre definitivo de los mismos y la transformación de las estructuras monovalentes. El desarrollo de la red de estructuras alternativas se debe iniciar desde la entrada en vigencia de esta ley”.

Si bien la Ley explicita que a 2025 este tipo de establecimientos deberán cerrarse, según testimonios recogidos por Joaquín Pisa en Radio Universal, a 2021 ASSE no prevé cerrar ninguna de las dos colonias. 

Al terminar de ver Guarda e passa,  vi una entrevista a Idea Vilariño para testear la percepción. Ahí estaba la poeta, hablando de su amor por Onetti, de su infancia mullida, de sus cuitas de humana. Pero en mi mente, aparecía la muchacha del infierno, encerrada en la estructura de todas las pesadillas que ese documental había recogido. No era ficción y yo no lograba mirar al mundo con los mismos ojos de sorpresa ante cada bocanada de arte. 

Estuve días y días mirando el mundo escéptica, adolescente. Pensando que no valía la pena ni escribir, que para qué, si el mundo sigue andando y le faltan tantas, pero tantas tuercas. Estuve pensando en el arte, en su función, en su lugar. Estuve pensando en su modestia, en su falta de ciencia, estuve pensando en que debe existir, aunque no esté llamado a crear curas, ni mandar cohetes al espacio.  

Y entonces, días después de Guarda e Passa, de Idea Vilariño, vi The Square. Una sátira sobre el lugar del arte en las sociedades de la indiferencia.

Ahí estaba la ficción para recordarme su magra, aunque imperiosa, razón de existencia. Pero de eso, hablaré en otra entrega, en otro texto, en otro intento de encontrar sentido. 


martes, 2 de marzo de 2021

Agüero


La lechuza o el búho abrió los ojos arriba de la hamaca y nos miró. Yo había crecido pensando que eran yeta, pero Diego me dijo que no, me recordó que uno de los dos, sino los dos, eran sabiduría. Como el anillo que llevan las maestras, pensé, pero no lo dije. Menos mal. Es una abeja el que llevan las maestras. 

A la lechuza o al búho lo vimos cuando se apagó todo. Arremetió como una metáfora espeluznante: con ojos en una cabeza que da vuelta entera, como las cabezas de las películas de terror.  Para cuando acordamos mediante teléfono de línea que curtiríamos –porque ese era el término que usábamos en aquel tiempo para referirnos al acto que ahora, veinte años después y sin demasiada evolución gramatical denominamos: “coger”- no sabíamos que yo iba a besar a otro pibe dos días atrás en el cumpleaños de Nico, y tampoco sabíamos que se lo iba a contar después de ver a la lechuza o al búho. 

Esa noche se apagó la mitad de Montevideo. Pero tampoco sabíamos que iba a pasar. Por eso lo cité a Diego en la plaza de la calle Caracas, porque tenía hamacas y un almacén cercano que vendía la cerveza barata y fría. También tenía desgracia, disimulada por el correteo de los niños alrededor de los subibajas. El acuerdo era sencillo y tembloroso. No éramos novios, pero se adivinaba una complicidad: ese rebusque de las palabras dichas cuando se tocan antes y se gustan. 

Diego tenía el pelo por lo hombros. Castaño, grueso. Una melancolía genuina en los ojos, que siempre me parecieron de otro pibe. Era alto y flaco. A su cuerpo no le importaba el mundo. En el murito al lado de las hamacas hablamos de todo. De Bukowski y de que a mi edición de Mujeres de Anagrama se le habían despegado todas las páginas. Él se ofreció a pegarlas pero tiempo después, cuando ya éramos novios, las terminó pegando un compañero de clase que decía ser paramédico de libros y me caía bien por eso. También hablamos de Córdoba. Había una región que tenía valles y bosques y él me dijo que un día iríamos si yo quería. Le dije que sí. Nos reímos del nombre del lugar, dijimos que era tierno. Hablamos de que en esa plaza habían matado a Enzo que era vecino mío. Vivía frente a mi casa. Frente por frente. Al hermano le decían el punky. Hay una foto entre las fotos de mi familia en donde está el punky arriba del Bell Air rojo de mi viejo. Parado arriba del capó, con los brazos en jarra, desafiando. Me gustaba la foto o la actitud de pisar un capó.  En el liceo hicimos un minutos de silencio por Enzo, pero solo tres lo conocíamos. Lo había matado un niño, por la espalda, de un tiro. “Ahí” le dije y señalé la calle Caracas que bordeaba la plaza hacia el norte. Un poco más allá, estaba el agua del puertito del Buceo. 

Con Diego hablábamos por teléfono. La prehistoria. Enredaba el rulo de los nervios y de la ensoñación que me hacía olvidarme del laburo desde donde hablaba. Al cortar llamaba mi jefe. Hace rato está ocupado, me decía. Y yo  me hacía la sorprendida. Habrá quedado mal colgado, contestaba y después le alimentaba a los peces de la pecera del showroom. 

A Diego le contaba que estaba leyendo Así habló Zaratustra, él me decía que estaba dibujando, que había ido a clase de guitarra y que su mejor amiga del liceo se llamaba Bruna. Un día empezamos a hablar de curtir. Teníamos que curtir. En su imaginario yo crecía como un holograma de sexualidad arrolladora. Me había convertido en su futura novia, en su póster, en su actriz porno. Su mente me armó y me desarmó, me puso posiciones, me dijo todo. Acabó una y otra vez en mi cuerpo que estaba en su mente. Porque yo lo sabía todo y era su femme fatal.

Del otro lado de la línea, antes de que llamara mi jefe para increpar la ocupación, yo lo imaginaba a Diego; imaginaba cómo era su pija, que ya la había tocado por afuera del jean, pero no me había animado a más porque me estaba reservando para una puerta y una cama. Por afuera del jean lo tocaba en invierno, guarecidos los dos en el hoyo de la pista de skate de la terminal de bondis de Kibón. Una y otra vez construía la imagen de cómo iba a ser, de cómo lo espantaría con mis manos heladas por los nervios. Diego era un año más chico pero parecía más. Y yo parecía más. Éramos como adultos de mentira, que hablaban de Zaratustra y se iban a tocar a la pista de skate. Yo hasta tenía laburo. 

Entonces, decía, empezamos a hablar de curtir. Un día llamé al hotel. Era el más popular en el rubro rotatativo. Tenía jacuzzi y habitaciones que emulaban Las mil y una noches, el Far West y hasta Los Picapiedras. No entendía muy bien en qué mentes se gestaban esas fantasías, yo solo quería una cama y una puerta con llave. Sí, simple, le dije a la chica que me atendió, mientras seguía enredando el cable del tubo que era el de un fax. Reservé por teléfono una habitación en un hotel de alta rotatividad, mientras miraba los peces y ponía foco en uno redondo y gordo que parecía una piraña y te mordía el dedo si lo metías. Los peces de Acosta. Mi jefe. 

Lo llamé a Diego. Le dije que había reservado un hotel para mañana, toda la noche. Había que irse a las 9 am. Lo cité en la plaza de Caracas. Llegué yo primero. Me había depilado un rato antes y me ardía la gillette. Pensaba en si me habría salido un sarpullido tras el roce con el jean. Prendí un cigarro. Miré la plaza. Pensé en Enzo y en el Punky, que ahora laburaba vendiendo pop en el Movie del Shopping. Esperé a Diego. 

Nos besamos. Nos chupamos la lengua. Hablamos de Bukoswki y le conté que se me habían despegado todas las hojas de Mujeres. Fuimos a comprar una cerveza fría y barata porque no cobraban el envase si prometías devolverlo. Otros tiempos. Volvimos al murito. Se hizo de noche. La ansiedad crecía.  Hablamos de curtir. Un diálogo antropológico se acurrucaba en cada silencio. ¿Vos querés? le pregunté en un momento y me sentí grande. El se corrió el pelo castaño grueso hacia atrás. Nunca estuve con nadie, me dijo. 

De haber sido de hielo esa plaza, nos hubiéramos ahogado tras el derretimiento. Una imagen elocuente y tan simple como el castillo de naipes que se cae. ¿Cómo que no nunca estuviste con nadie?, increpé, inflada de enojo disimulado con paciencia. No, sos la primera. 

Pero yo también, le dije. Yo nunca estuve con nadie. 

Aquella femme fatal de su mente, aquella mujer que lo iba a guiar por los arcanos del placer, era de pronto una adolescente de campera de jean y All Star rojas que apretaba la botella de cerveza entre los muslos flaquitos y aniñados. 

Durante el silencio se apagó todo. Como si ese dios en el que no creíamos, hubiese decidido bajar la llave general del puto cielo. Nunca escuché el silencio como en ese rato, donde de tan oscuro, fuimos ciegos. Hasta que levanté la cara para ver algo brillante como alguna estrella pero no vi eso, vi dos ojos, dos ojos redondos y perfectos, amarillos, inmundos. ¡Mirá!, le dije a Diego. Y Diego dijo: pa… 

Es mal agüero, le dije. Es yeta. 

Pero la voz de Diego en la oscuridad me dijo que era sabiduría. 

Cuando vino la luz terminamos la cerveza. Eché lo último al pedregullo y le dije a Diego que esperara mientras iba a devolverla al almacén. Compré un Nevada diez y por lo bajo, unos Prime. ¿Cuáles te doy? Esos. Los grises. 

Nos tomamos un taxi. En el camino se me dio por contarle que había besado a uno en el cumpleaños de Nico, dos días antes.

Nos dejó en una cochera. Otra vez a oscuras. Prendí el encendedor. Había un interruptor y una escalera de seis o siete escalones. Un desnivel accidental. Subimos. Era una habitación simple. Cama, frigobar, televisión, baño con secador de pelo, toallas y espejos arriba y a los costados. Simple. Nos sentamos en el borde de la cama, en el final, donde van los pies. Me paré, agarré el control, volví a sentarme y prendí la tele. Apareció una teta gigante. La teta más grande del universo. Apagué. 

Nos dimos un beso. Torpe. Raro. Accidental, como la escalera de seis escalones. Fui al baño. Me apunté en el espejo con el secador. Se me prendió sin querer y me reí, mientras me disparaba al corazón. 

Volví. Me acosté de costado. El se acostó unos minutos después. Nos abrazamos recién al despertar. Abrí la puerta y fui a la recepción a preguntar cómo se paga. 




lunes, 16 de diciembre de 2019

¿Qué Teseo hackeará lo uruguayo? Sobre Guitarra Negra de Ramiro Sanchiz

Son los mitos del futuro próximo los que hackea esta novela destinada a subvertir -en el sentido de la definición que tranquiliza y ordena: “perturbar o trastornar algo, especialmente el orden moral”-.

Guitarra Negra se inserta en la literatura uruguaya como un dispositivo con cuenta regresiva.

Está activado y viene a socavar, ya no tanto el sentido literario, sino el orden del mundo de lo uruguayo. Ese ubi sunt -recurso literario que se pregunta dónde están o qué fue de quiénes vivieron antes que nosotros- que parece haber sido forjado en las llanuras de la Banda Oriental.

Este nuevo libro de Ramiro subvierte las tranquilidades que nos otorga la evocación de los héroes que no terminaron de ser, de las hazañas criollas que abonamos con la épica de nuestras modestias.

Guitarra Negra no es un libro para fans acérrimos de la mitología de Alfredo Zitarrosa. No van a encontrar en él la anécdota cómplice de la admiración generada por el artista y su obra. Guitarra negra es un libro complejo y provocador; novelado, epistolar, en donde hay una tensión entre los personajes, un misterio fantasmal, fantasmagórico; en donde hay largos puentes, ensayos que suspenden por momentos el ritmo narrativo para introducirnos en las tatuceras de aquello que quizá algunos pensaron, pero nadie escribió. Ahora sí.

Guitarra negra es una intervención literaria y ensayística del lado b de la historia uruguaya: ese donde deambulan los exilios heroicos, entre los mostradores en los que todos nos preguntamos alguna vez que será de la vida de Molina y por la gran muñeca que no trilla el bulevar. Las desapariciones. Nos signa una historia de fantasmas, como esta que es Guitarra negra -canción, disco, libro-.

A partir de esta obra escrita hay una nueva intervención no ya a otra obra originaria -como la canción- sino a un corpus conceptual histórico, antropológico y social que tiene que ver con lo identitario, con pararse a estrujar esas creencias sepias con las que crecimos todas las generaciones desde Batlle y Ordóñez en adelante.

Sigo pensando. ¿Cómo lo hace Ramiro, el escritor? ¿Cómo viene a patear el tablero de los entrevistadores que aún no leyeron el libro y piensan que se trata de un homenaje a Alfredo desde la veneración que por supuesto, le debemos como uruguayos? Aunque, desde la disidencia, desde el cuestionamiento, podría ser un homenaje perfectamente. Imagino, en tren de imaginar, que a Zitarrosa le hubiese gustado que alguien se le pare a decirle las cosas. Que su voz será una textura de la música ambient, que mucho no nombró a las mujeres como sujetos activos de ninguna historia: siempre depositarias de deseo, nunca heroínas. Que desde el exilio la patria se construye aderezada por los troquelados de los reinos perdidos.

Esos ensayos que aparecen en el libro, que mientras leía por momentos me maravillaban, por momentos me enojaban, por momentos me daban ganas de mandarle un mensaje a Ramiro y decirle: en esta frase hay ocho conceptos y por momentos me daban ganas de celebrar su sinapsis siempre nerviosa, son obra de un personaje llamado Federico Stahl. Ese súper pibe intelectual que ahora ha desaparecido dejando en el aire la estela crujiente de un fantasma, pero que, como acaso todo en la historia uruguaya, ha dejado sus huellas para reconstruir otro sentido, en lugar de un puzzle pequeño que volvemos armar con la memoria, no con el ingenio.

Son tres admiradores y amigos lo que se propondrán sistematizar, analizar y dar un sentido a la obra de esa entidad desaparecida que no ha hecho otra cosa que pensar al mundo en la mayoría de los libros de Ramiro.

El gesto de Guitarra Negra dentro de la colección Discos de Estuario es abordar un objeto de estudio lejano al gusto del autor. Ramiro escribió una novela ensayo, como un científico que persigue la reinvención de la penicilina siendo alérgico a ella. Nunca vi a Ramiro con un mate en la mano, jamás me festejó una metáfora futbolera, y es probable que haya escuchado guitarra negra muchas más veces con un microscopio que con auriculares.

Este es un libro atrevido e inteligente que vino a interpelar las concepciones más sacras de la cultura uruguaya, siempre narrada desde el mostrador, el exilio o la derrota.  Las geografías de las cosmovisiones que plantea el libro son como una letanía que persiste incluso cuando se ha terminado. No puedo desde ahora preguntar si no lo vieron a Molina, sin trazar ese paralelismo entre aquello que en la historia uruguaya ha sido vertical, y todo lo que ha debido permanecer subterráneo.

*Texto leído en la presentación de Guitarra Negra de Ramiro Sanchiz. 14 de diciembre de 2019. Bar Kalima, Montevideo.



miércoles, 5 de junio de 2019

Big Little Lies: cuando la mentira es la verdad

Las historias de ricos no suelen ser las más conmovedoras. Como si los géneros narrativos, periodísticos o audiovisuales, optaran por abordar lo marginal para cumplir una función que vuelve visible lo invisible al denunciar el hambre, la exclusión, la miseria.


Cada tanto, cuando tomo el 104 que serpentea algunas calles de Carrasco en las que las mansiones se elevan de las veredas como cohetes a punto de despegar, me pregunto quiénes vivirán ahí,  qué soledades y miserias albergarán sus metros cuadrados de rejas funcionales al miedo de ser rico.

Big Little Lies, emitida en 2018 por HBO, dirigida por Jean-Marc Vallée –Dallas Buyers Club-y protagonizada  por Nicole Kidman, Reese Witherspoon,  Shailene Woodley  y Laura Dern -musa de David Lynch- plantea como pocas veces se ve en el panorama reciente de las series, las construcciones simbólicas de una comunidad rica, que funda sus vínculos íntimos y sociales en la lógica de lo aparente versus lo real, entre la violencia simbólica y la explícita.

Esta miniserie, que podría ser un policial por el conflicto inicial que plantea, es un drama que cuenta las historias de tres mujeres ricas que viven en Monterey (California) en sus roles de esposas, madres, amigas, amantes. Hasta ahí una fábula repetida. ¿Dónde es entonces, que la serie marca la diferencia?

Podría ser la puesta en escena de un relato que no teme en mostrarse como tal y que se disfruta en tanto relato –lo que se dice una historia bien contada-; o podría  ser que la miniserie aborda microdramas a modo de tragedia que se muestran con una sutileza casi intangible y eso no solo se debe a un guion impecable -adaptación de la novela homónima de Liane Moriarty– sino a la destreza del reparto.

Además de la cuarteta de actrices protagónicas, la serie incluye una selección de actores –esposos e hijos- que logran la consistencia de cada escena ya no apoyados en un guion excelente, sino en destrezas gestuales tan elocuentes que pueden prescindir de parlamentos y lograr un efecto abrumador. Esa cualidad del reparto colabora con escenas  verosímiles que reducen la mediación entre la ficción y la emoción generada, aun cuando estemos hablando de realismo sin in crescendos épicos.

La serie es efectiva porque aprovecha bien sus recursos –guion, reparto, ritmo- para hacer aparecer el sentido como una repetición que le da cohesión a la historia. Un sentido que cuestiona los vínculos de una comunidad endogámica en donde un niño de siete años –en este caso Ziggy, recién llegado al pueblo junto a Jane, la única madre soltera- debe soportar ser acusado de abusador en la escuela por portar las credenciales del forastero: el otro. Un sentido que pone en primer plano las violencias ejercidas en todos sus niveles: el rumor como constructor de falsas identidades, la mentira como artimaña de supervivencia dentro y fuera de las relaciones de pareja;  el abuso físico y psicológico entre adultos y entre niños; la pretensión de parecer y el anhelo de poder ser.

El infierno tan temido

Big Little Lies no se trata de cuatro amas de casa desesperadas. Aborda conflictos humanos que en este caso se plantean con el ornato de la riqueza, pero que cualquier persona podría padecer, más que vivir. Otra vez el ser y parecer  (plasmado en series recientes como Ozark o The handmaid’s tale), la soledad atragantada, la envidia –que dispara las acciones- en tanto sentimiento parásito; el amor lejos del ideal romántico, una vez más, como construcción a la que limarle la costumbre.  Además la serie plantea otras elaboraciones: el amante en tanto desarticulador de la existencia tal cual se la conoce, como entidad que opera con la lógica de la adicción, entre un deseo que se vuelve necesidad y la culpa por convención; y la sumisión humana cuando se funda en el miedo y en la creencia de que eso que el cuerpo percibe como error está bien porque es lo único que se conoce.

En este último caso, la violencia de género (sufrida por Celeste, el personaje con el que Nicole Kidman nos recuerda que es un ser humano y no la efigie ártica de la alfombra roja) es recreada como pocas veces se ha visto en la TV y no necesariamente por lo explícito de las escenas.

Celeste es amiga, es madre, es abogada pero ahora –como una anulación de sí misma- es esposa.  Camina descalza desde el vestidor a la terraza que mira al océano paradójicamente Pacífico. Sus dos hijos juegan con auriculares puestos. Parecen divertirse. Su esposo –personaje encarnado con maestría por Alexander Skarsgård-, parece amarla. Ella, parece amarlo. Nada es así. El infierno tan temido que construye ese vínculo está dado por la violencia del hombre como una enfermedad siempre en vías de recuperación, y la aceptación de un vínculo violento por parte de ella quien asume que, para tener sexo con su esposo, debe permitir que este la someta con golpes o asfixias.

De las tres mujeres es Celeste el personaje que presenta más desarrollo –aunque todas se destacan por su rol en la historia-, quizás porque pone en escena una situación de violencia de género en donde más allá de los golpes explícitos que sufre el personaje, hay un componente ominoso del miedo como elemento fundante del vínculo de pareja. Un miedo que paraliza al personaje pero que a su vez lo lleva actuar cuando en el in crescendo del siniestro que plantea  ese vínculo matrimonial, Celeste se da cuenta, en el sentido griego de anagnórisis o de la voz inglesa realise de que en vez de vivir, tolera.

Otro aspecto destacable de la serie es la presencia de niños (las tres parejas protagónicas tienen hijos) que son articuladores de la historia en tanto disparadores de conflictos y no rellenos para justificar los roles de paternidad y maternidad de un grupo etario del que se espera eso. Se destacan los hijos de Celeste –que tendrán un rol mayormente pasivo aunque determinante-; Ziggy, el hijo de Jane, madre soltera, que se convierte en eje de sospechas que no logran desarticular su lúcida inocencia y Chloe, la hija menor de Madelaine –Reese Witherspoon- que además de ser el único personaje que parece impermeable a las violencias ejercidas por todos hacia todos, es una niña ávida que se encarga de musicalizar cada momento con canciones que se convierten en la destacable banda sonora de la serie: elemento que no oficia de mero instrumento incidental, sino que colabora con el significado del relato.

Big Little Lies es una miniserie de siete capítulos que se autogestionan sin precisar una segunda temporada. Con destreza logra contar una historia que excede la descripción primaria del argumento, para plasmar la construcción de universos donde lo real se funda en el instinto de mentir para sobrevivir.

martes, 7 de mayo de 2019

Cobra Kai: Ya no hay héroes

En una de las primeras clases de semiótica –la ciencia que por definición de los capos estudia los signos en el seno de la vida social- que tuve, de la mano del entrañable profesor Luis Dufur dimos San Agustín. Me llevó un tiempo entender por qué estábamos dando a un sujeto que tenía un San delante de su nombre, que olía a cristianismo, hasta que fuimos descubriendo que este sujeto fue uno de los primeros antiguos en hablar del signo como elemento que despierta en la mente alguna otra cosa.  San Agustín también decía que el mal es un defecto del bien.

Nos hemos acostumbrado a estar del lado de los buenos.  Hasta que aparecen, claro, los malos dignos, los que nos conmueven, esos cuyo génesis se encuentra en el dolor y ahí empatizamos. ¿Quién puede culpar a Cersei? ¿Es pasible de odio la otra mitad de El Protegido?

La tradición americana de películas de los ochenta se ha esmerado por la elaboración de héroes que, a caballo entre Odiseo y un ser mortal, se transformaron en la mezcla perfecta para los peronajes del sistema que los creó: ejemplos de superación.  De ahí, la explotación de las secuencias de aprendizaje donde el héroe comienza desvalido o sin chances, hasta que, mediante un proceso de esfuerzo y tesón bajo la tutela de un maestro, o incluso solo, genera esperanza en lo televidentes que aguardan ansiosos la batalla final.  Mientras escribo solo pienso en uno que lo tiene todo: Rocky Balboa, un héroe de puño y letra en los cuadriláteros simbólicos de la guerra fría.

Yo fui más de Karate Kid.  Será porque mi hermano tenía la misma edad de Daniel Larusso cuando cada tanto volvía del liceo con los lentes de ver rotos, producto de sus escasos kilos adolescentes y de que el mundo, entonces, ya estaba lleno de soretes. La vimos juntos por primera vez, y la vimos juntos cada vez que la dieron.  Miyagui era el abuelo de todos, porque por suerte entendimos rápido que para aprender a golpear primero hay que saber equilibrio.

Karate Kid tenía un bueno muy bueno que era Miyagui –un japonés era el bueno-, tenía un malo muy malo que era John Kreese –un excombatiente americano era el malo- y debajo, en la misma banda de flotación de una adolescencia carente: Daniel Larusso y Johny Lawrence, discípulos de aquellos dos maestros respectivamente.  Al repasar Karate Kid 1 tantos años después, ya no es tan fácil colocar a Daniel San de lado de los buenos y a Johny Lawrence del lado de los malos.  Esto, porque al hurgar en la escenas, se me da por pensar que la mayoría de las veces Daniel responde las agresiones de Johny con recursos arteros o carentes de ética, como cuando le rompe la cara con una patada de grulla en la escena final. Ya no hay héroes.

Volver al futuro


Cobra Kai es una serie inteligente. Con un guion que respeta el código del género al servicio de la tensión narrativa, pero también como una parodia permanente de la nostalgia, de un presente minado de pantallas y desidia y de un futuro siempre incómodo.

Han pasado 30 años desde que Daniel San se coronara campeón ante aquel, en principio, bravucón que era Johny Lawrence. Ahora, Daniel Larusso es un empresario exitoso, con una esposa hermosa a la altura de su concesionaria de autos, una hija noble y una mansión con jardín japonés; mientras que Johny, el rubio odioso de las fraternidades, es ahora un perdedor, borracho, varado en un purgatorio que no le permitió salir de su época dorada. De eso, solo quedan vestigios: una remera de Metallica, un auto de salón de maquinitas, y su sabiduría marcial.  Es imposible odiarlo. Él es el verdadero protagonista de este Spin Off. Un personaje que en el pasado ha sido sometido a actuar de acuerdo a los deseos y añoranzas de otra persona, aquel que le inculcó el mantra: “Golpea primero, golpea duro, sin piedad”.

A diferencia de series como Stranger Things, que introducen elementos epocales ya no como una recreación creíble sino como un permanente gesto estético forzado que genera demanda y, por lo tanto, merchandising, Cobra Kai viene a patear el tablero de la nostalgia ochentera. Con el criterio de la lucidez, la serie convierte todo su universo en una parodia de sí misma que resulta en una potente crítica a la cultura que nos configura como seres humanos más allá de la biología.

Sin decirnos jamás que todo tiempo pasado fue mejor, Cobra Kai establece permanentemente un juego especular en donde los binarismos se multiplican en favor de las perspectivas. Nadie es intrínsecamente malo, nadie es intrínsecamente bueno: ni los personajes, ni las épocas, ni las doctrinas.

Degeneración en generación


Que compran paltas, que usan barba, que hicieron de ciertos parámetros de fealdad verdaderos cánones de belleza, que tienen hígados blindados para la cerveza artesanal -o es que toman muy poco como para dañarse- que no fuman cigarros -incluso antes de los decretos y las desmesuras- que en vez de rascar la olla de la mente, googlean; que no saben andar sin mapa, son algunas de las características que dicen, tiene la generación Millenial.

¿Quiénes dicen? ¿Qué fue primero? ¿Un grupo integrado por millones de personas en todo el mundo con un el único sesgo de haber nacido entre tal y tal año que, una vez puestos bajo estudio se encontraron las características similares de comportamiento? O tal vez fue al revés, y comenzaron a proliferar una serie de características que se volvieron canon de Wikipedia, en el que se enumeran los requisitos para formar parte de un grupo con cierto prestigio cool.

Seguramente, los avisos de refrescos donde actualmente proliferan las camisas floreadas, la jovial frialdad y los jeans nevados cuyos eslóganes dicen: “tomá Pepsi unite a la tribu”, no sean arbitrarios. Tampoco es arbitrario que detrás de toda definición antropológica absolutamente sesgada por una única variable que son las fechas de nacimiento existan intereses -no quiero ponerme apocalíptica- de ese viejo diablo llamado corporaciones. Esas que mueven el mundo, a Víctor, y a sus marionetas.

En ese juego de perspectivas que se abren como un laberinto de espejos, Cobra Kai enfrenta ya no solo la escuela de Miyagui con la de John Kreese; ni a Johny Lawrence con Daniel Larruso, sino a dos momentos históricos distintos, con toda su centrifugadora antropológica. La adolescencia de los 80 y la adolescencia del primer cuarto del siglo XXI. Con maestría y ni siquiera con escenas grandilocuentes, estamos asistiendo permanentemente a la interacción de dos mundos con todas sus ambigüedades.

En una escena de las profundas -con todos sus gags- Johny cuenta una historia de vida a su discípulo, un chico con el carisma de la inteligencia en un contexto carente. Johny narra su historia en una mesa de bar, habla, conmueve, su relato traspasa, llega. Su discípulo lo mira atento. Parece entender. Suena el celular. Es una notificación de Instagram. El discípulo abandona la conversación. Termina la escena.  En otra oportunidad, vemos las desmesuras discursivas -incluso representadas en sus sueños eróticos donde la mujer siempre aparece ligada a un auto- que hoy en día no tienen cabida en el mundo de la reivindicación genuina que, sin embargo, ha torcido las estructuras hacia el artificio de lo políticamente correcto.

En Cobra Kai también existen las escenas épicas, aún cuando transcurren dentro de un centro comercial. Sin embargo, en la segunda temporada hay una secuencia que por la calidad de la puesta en escena, el sentido generado en el montaje paralelo y la estética aplicada, logran uno de los momentos más altos de la serie, con una reconstrucción que no habíamos visto antes. Ante la vuelta de Kreese y en afán de demostrarle que no se ha ablandado, Johny Lawrence somete a sus alumnos a un entrenamiento fuera de gama que pone en duda la escala ética  incluso del artero sensei con pasado militar. Con una reminiscencia poética a la fuga entre la mierda de Sueños de Libertad, vemos a los mejores alumnos de Johny meterse dentro de un camión de cemento, con el desafío de hacerlo girar desde adentro con sus pies de millenials embadurnados en el concreto y una fuerza desmedida que se asemeja a la tortura.

En tiempos donde las series son manufacturas generadas a demanda para plataformas funcionales al apaciguamiento neuronal, es cada vez más difícil encontrar aullidos de rebeldía en la estepa, caballos de Troya dentro del sistema. Disfrazada con las mantas de un entretenimiento menor o de un Spin Off oportunista, Cobra Kai ha logrado colar un discurso crítico en escenas cargadas de honestidad y lucidez. Miyagui estaría orgulloso.