martes, 2 de marzo de 2021

Agüero


La lechuza o el búho abrió los ojos arriba de la hamaca y nos miró. Yo había crecido pensando que eran yeta, pero Diego me dijo que no, me recordó que uno de los dos, sino los dos, eran sabiduría. Como el anillo que llevan las maestras, pensé, pero no lo dije. Menos mal. Es una abeja el que llevan las maestras. 

A la lechuza o al búho lo vimos cuando se apagó todo. Arremetió como una metáfora espeluznante: con ojos en una cabeza que da vuelta entera, como las cabezas de las películas de terror.  Para cuando acordamos mediante teléfono de línea que curtiríamos –porque ese era el término que usábamos en aquel tiempo para referirnos al acto que ahora, veinte años después y sin demasiada evolución gramatical denominamos: “coger”- no sabíamos que yo iba a besar a otro pibe dos días atrás en el cumpleaños de Nico, y tampoco sabíamos que se lo iba a contar después de ver a la lechuza o al búho. 

Esa noche se apagó la mitad de Montevideo. Pero tampoco sabíamos que iba a pasar. Por eso lo cité a Diego en la plaza de la calle Caracas, porque tenía hamacas y un almacén cercano que vendía la cerveza barata y fría. También tenía desgracia, disimulada por el correteo de los niños alrededor de los subibajas. El acuerdo era sencillo y tembloroso. No éramos novios, pero se adivinaba una complicidad: ese rebusque de las palabras dichas cuando se tocan antes y se gustan. 

Diego tenía el pelo por lo hombros. Castaño, grueso. Una melancolía genuina en los ojos, que siempre me parecieron de otro pibe. Era alto y flaco. A su cuerpo no le importaba el mundo. En el murito al lado de las hamacas hablamos de todo. De Bukowski y de que a mi edición de Mujeres de Anagrama se le habían despegado todas las páginas. Él se ofreció a pegarlas pero tiempo después, cuando ya éramos novios, las terminó pegando un compañero de clase que decía ser paramédico de libros y me caía bien por eso. También hablamos de Córdoba. Había una región que tenía valles y bosques y él me dijo que un día iríamos si yo quería. Le dije que sí. Nos reímos del nombre del lugar, dijimos que era tierno. Hablamos de que en esa plaza habían matado a Enzo que era vecino mío. Vivía frente a mi casa. Frente por frente. Al hermano le decían el punky. Hay una foto entre las fotos de mi familia en donde está el punky arriba del Bell Air rojo de mi viejo. Parado arriba del capó, con los brazos en jarra, desafiando. Me gustaba la foto o la actitud de pisar un capó.  En el liceo hicimos un minutos de silencio por Enzo, pero solo tres lo conocíamos. Lo había matado un niño, por la espalda, de un tiro. “Ahí” le dije y señalé la calle Caracas que bordeaba la plaza hacia el norte. Un poco más allá, estaba el agua del puertito del Buceo. 

Con Diego hablábamos por teléfono. La prehistoria. Enredaba el rulo de los nervios y de la ensoñación que me hacía olvidarme del laburo desde donde hablaba. Al cortar llamaba mi jefe. Hace rato está ocupado, me decía. Y yo  me hacía la sorprendida. Habrá quedado mal colgado, contestaba y después le alimentaba a los peces de la pecera del showroom. 

A Diego le contaba que estaba leyendo Así habló Zaratustra, él me decía que estaba dibujando, que había ido a clase de guitarra y que su mejor amiga del liceo se llamaba Bruna. Un día empezamos a hablar de curtir. Teníamos que curtir. En su imaginario yo crecía como un holograma de sexualidad arrolladora. Me había convertido en su futura novia, en su póster, en su actriz porno. Su mente me armó y me desarmó, me puso posiciones, me dijo todo. Acabó una y otra vez en mi cuerpo que estaba en su mente. Porque yo lo sabía todo y era su femme fatal.

Del otro lado de la línea, antes de que llamara mi jefe para increpar la ocupación, yo lo imaginaba a Diego; imaginaba cómo era su pija, que ya la había tocado por afuera del jean, pero no me había animado a más porque me estaba reservando para una puerta y una cama. Por afuera del jean lo tocaba en invierno, guarecidos los dos en el hoyo de la pista de skate de la terminal de bondis de Kibón. Una y otra vez construía la imagen de cómo iba a ser, de cómo lo espantaría con mis manos heladas por los nervios. Diego era un año más chico pero parecía más. Y yo parecía más. Éramos como adultos de mentira, que hablaban de Zaratustra y se iban a tocar a la pista de skate. Yo hasta tenía laburo. 

Entonces, decía, empezamos a hablar de curtir. Un día llamé al hotel. Era el más popular en el rubro rotatativo. Tenía jacuzzi y habitaciones que emulaban Las mil y una noches, el Far West y hasta Los Picapiedras. No entendía muy bien en qué mentes se gestaban esas fantasías, yo solo quería una cama y una puerta con llave. Sí, simple, le dije a la chica que me atendió, mientras seguía enredando el cable del tubo que era el de un fax. Reservé por teléfono una habitación en un hotel de alta rotatividad, mientras miraba los peces y ponía foco en uno redondo y gordo que parecía una piraña y te mordía el dedo si lo metías. Los peces de Acosta. Mi jefe. 

Lo llamé a Diego. Le dije que había reservado un hotel para mañana, toda la noche. Había que irse a las 9 am. Lo cité en la plaza de Caracas. Llegué yo primero. Me había depilado un rato antes y me ardía la gillette. Pensaba en si me habría salido un sarpullido tras el roce con el jean. Prendí un cigarro. Miré la plaza. Pensé en Enzo y en el Punky, que ahora laburaba vendiendo pop en el Movie del Shopping. Esperé a Diego. 

Nos besamos. Nos chupamos la lengua. Hablamos de Bukoswki y le conté que se me habían despegado todas las hojas de Mujeres. Fuimos a comprar una cerveza fría y barata porque no cobraban el envase si prometías devolverlo. Otros tiempos. Volvimos al murito. Se hizo de noche. La ansiedad crecía.  Hablamos de curtir. Un diálogo antropológico se acurrucaba en cada silencio. ¿Vos querés? le pregunté en un momento y me sentí grande. El se corrió el pelo castaño grueso hacia atrás. Nunca estuve con nadie, me dijo. 

De haber sido de hielo esa plaza, nos hubiéramos ahogado tras el derretimiento. Una imagen elocuente y tan simple como el castillo de naipes que se cae. ¿Cómo que no nunca estuviste con nadie?, increpé, inflada de enojo disimulado con paciencia. No, sos la primera. 

Pero yo también, le dije. Yo nunca estuve con nadie. 

Aquella femme fatal de su mente, aquella mujer que lo iba a guiar por los arcanos del placer, era de pronto una adolescente de campera de jean y All Star rojas que apretaba la botella de cerveza entre los muslos flaquitos y aniñados. 

Durante el silencio se apagó todo. Como si ese dios en el que no creíamos, hubiese decidido bajar la llave general del puto cielo. Nunca escuché el silencio como en ese rato, donde de tan oscuro, fuimos ciegos. Hasta que levanté la cara para ver algo brillante como alguna estrella pero no vi eso, vi dos ojos, dos ojos redondos y perfectos, amarillos, inmundos. ¡Mirá!, le dije a Diego. Y Diego dijo: pa… 

Es mal agüero, le dije. Es yeta. 

Pero la voz de Diego en la oscuridad me dijo que era sabiduría. 

Cuando vino la luz terminamos la cerveza. Eché lo último al pedregullo y le dije a Diego que esperara mientras iba a devolverla al almacén. Compré un Nevada diez y por lo bajo, unos Prime. ¿Cuáles te doy? Esos. Los grises. 

Nos tomamos un taxi. En el camino se me dio por contarle que había besado a uno en el cumpleaños de Nico, dos días antes.

Nos dejó en una cochera. Otra vez a oscuras. Prendí el encendedor. Había un interruptor y una escalera de seis o siete escalones. Un desnivel accidental. Subimos. Era una habitación simple. Cama, frigobar, televisión, baño con secador de pelo, toallas y espejos arriba y a los costados. Simple. Nos sentamos en el borde de la cama, en el final, donde van los pies. Me paré, agarré el control, volví a sentarme y prendí la tele. Apareció una teta gigante. La teta más grande del universo. Apagué. 

Nos dimos un beso. Torpe. Raro. Accidental, como la escalera de seis escalones. Fui al baño. Me apunté en el espejo con el secador. Se me prendió sin querer y me reí, mientras me disparaba al corazón. 

Volví. Me acosté de costado. El se acostó unos minutos después. Nos abrazamos recién al despertar. Abrí la puerta y fui a la recepción a preguntar cómo se paga. 




1 comentario:

  1. Excelente relato Caro! Me encantó cómo transmitiste esa mezcla de sensaciones y lo bizarro que suele ser ese despertar, y esa primera vez que fue... o no fue. Felicitaciones una vez más!!

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