miércoles, 5 de junio de 2019

Big Little Lies: cuando la mentira es la verdad

Las historias de ricos no suelen ser las más conmovedoras. Como si los géneros narrativos, periodísticos o audiovisuales, optaran por abordar lo marginal para cumplir una función que vuelve visible lo invisible al denunciar el hambre, la exclusión, la miseria.


Cada tanto, cuando tomo el 104 que serpentea algunas calles de Carrasco en las que las mansiones se elevan de las veredas como cohetes a punto de despegar, me pregunto quiénes vivirán ahí,  qué soledades y miserias albergarán sus metros cuadrados de rejas funcionales al miedo de ser rico.

Big Little Lies, emitida en 2018 por HBO, dirigida por Jean-Marc Vallée –Dallas Buyers Club-y protagonizada  por Nicole Kidman, Reese Witherspoon,  Shailene Woodley  y Laura Dern -musa de David Lynch- plantea como pocas veces se ve en el panorama reciente de las series, las construcciones simbólicas de una comunidad rica, que funda sus vínculos íntimos y sociales en la lógica de lo aparente versus lo real, entre la violencia simbólica y la explícita.

Esta miniserie, que podría ser un policial por el conflicto inicial que plantea, es un drama que cuenta las historias de tres mujeres ricas que viven en Monterey (California) en sus roles de esposas, madres, amigas, amantes. Hasta ahí una fábula repetida. ¿Dónde es entonces, que la serie marca la diferencia?

Podría ser la puesta en escena de un relato que no teme en mostrarse como tal y que se disfruta en tanto relato –lo que se dice una historia bien contada-; o podría  ser que la miniserie aborda microdramas a modo de tragedia que se muestran con una sutileza casi intangible y eso no solo se debe a un guion impecable -adaptación de la novela homónima de Liane Moriarty– sino a la destreza del reparto.

Además de la cuarteta de actrices protagónicas, la serie incluye una selección de actores –esposos e hijos- que logran la consistencia de cada escena ya no apoyados en un guion excelente, sino en destrezas gestuales tan elocuentes que pueden prescindir de parlamentos y lograr un efecto abrumador. Esa cualidad del reparto colabora con escenas  verosímiles que reducen la mediación entre la ficción y la emoción generada, aun cuando estemos hablando de realismo sin in crescendos épicos.

La serie es efectiva porque aprovecha bien sus recursos –guion, reparto, ritmo- para hacer aparecer el sentido como una repetición que le da cohesión a la historia. Un sentido que cuestiona los vínculos de una comunidad endogámica en donde un niño de siete años –en este caso Ziggy, recién llegado al pueblo junto a Jane, la única madre soltera- debe soportar ser acusado de abusador en la escuela por portar las credenciales del forastero: el otro. Un sentido que pone en primer plano las violencias ejercidas en todos sus niveles: el rumor como constructor de falsas identidades, la mentira como artimaña de supervivencia dentro y fuera de las relaciones de pareja;  el abuso físico y psicológico entre adultos y entre niños; la pretensión de parecer y el anhelo de poder ser.

El infierno tan temido

Big Little Lies no se trata de cuatro amas de casa desesperadas. Aborda conflictos humanos que en este caso se plantean con el ornato de la riqueza, pero que cualquier persona podría padecer, más que vivir. Otra vez el ser y parecer  (plasmado en series recientes como Ozark o The handmaid’s tale), la soledad atragantada, la envidia –que dispara las acciones- en tanto sentimiento parásito; el amor lejos del ideal romántico, una vez más, como construcción a la que limarle la costumbre.  Además la serie plantea otras elaboraciones: el amante en tanto desarticulador de la existencia tal cual se la conoce, como entidad que opera con la lógica de la adicción, entre un deseo que se vuelve necesidad y la culpa por convención; y la sumisión humana cuando se funda en el miedo y en la creencia de que eso que el cuerpo percibe como error está bien porque es lo único que se conoce.

En este último caso, la violencia de género (sufrida por Celeste, el personaje con el que Nicole Kidman nos recuerda que es un ser humano y no la efigie ártica de la alfombra roja) es recreada como pocas veces se ha visto en la TV y no necesariamente por lo explícito de las escenas.

Celeste es amiga, es madre, es abogada pero ahora –como una anulación de sí misma- es esposa.  Camina descalza desde el vestidor a la terraza que mira al océano paradójicamente Pacífico. Sus dos hijos juegan con auriculares puestos. Parecen divertirse. Su esposo –personaje encarnado con maestría por Alexander Skarsgård-, parece amarla. Ella, parece amarlo. Nada es así. El infierno tan temido que construye ese vínculo está dado por la violencia del hombre como una enfermedad siempre en vías de recuperación, y la aceptación de un vínculo violento por parte de ella quien asume que, para tener sexo con su esposo, debe permitir que este la someta con golpes o asfixias.

De las tres mujeres es Celeste el personaje que presenta más desarrollo –aunque todas se destacan por su rol en la historia-, quizás porque pone en escena una situación de violencia de género en donde más allá de los golpes explícitos que sufre el personaje, hay un componente ominoso del miedo como elemento fundante del vínculo de pareja. Un miedo que paraliza al personaje pero que a su vez lo lleva actuar cuando en el in crescendo del siniestro que plantea  ese vínculo matrimonial, Celeste se da cuenta, en el sentido griego de anagnórisis o de la voz inglesa realise de que en vez de vivir, tolera.

Otro aspecto destacable de la serie es la presencia de niños (las tres parejas protagónicas tienen hijos) que son articuladores de la historia en tanto disparadores de conflictos y no rellenos para justificar los roles de paternidad y maternidad de un grupo etario del que se espera eso. Se destacan los hijos de Celeste –que tendrán un rol mayormente pasivo aunque determinante-; Ziggy, el hijo de Jane, madre soltera, que se convierte en eje de sospechas que no logran desarticular su lúcida inocencia y Chloe, la hija menor de Madelaine –Reese Witherspoon- que además de ser el único personaje que parece impermeable a las violencias ejercidas por todos hacia todos, es una niña ávida que se encarga de musicalizar cada momento con canciones que se convierten en la destacable banda sonora de la serie: elemento que no oficia de mero instrumento incidental, sino que colabora con el significado del relato.

Big Little Lies es una miniserie de siete capítulos que se autogestionan sin precisar una segunda temporada. Con destreza logra contar una historia que excede la descripción primaria del argumento, para plasmar la construcción de universos donde lo real se funda en el instinto de mentir para sobrevivir.

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