lunes, 16 de diciembre de 2019

¿Qué Teseo hackeará lo uruguayo? Sobre Guitarra Negra de Ramiro Sanchiz

Son los mitos del futuro próximo los que hackea esta novela destinada a subvertir -en el sentido de la definición que tranquiliza y ordena: “perturbar o trastornar algo, especialmente el orden moral”-.

Guitarra Negra se inserta en la literatura uruguaya como un dispositivo con cuenta regresiva.

Está activado y viene a socavar, ya no tanto el sentido literario, sino el orden del mundo de lo uruguayo. Ese ubi sunt -recurso literario que se pregunta dónde están o qué fue de quiénes vivieron antes que nosotros- que parece haber sido forjado en las llanuras de la Banda Oriental.

Este nuevo libro de Ramiro subvierte las tranquilidades que nos otorga la evocación de los héroes que no terminaron de ser, de las hazañas criollas que abonamos con la épica de nuestras modestias.

Guitarra Negra no es un libro para fans acérrimos de la mitología de Alfredo Zitarrosa. No van a encontrar en él la anécdota cómplice de la admiración generada por el artista y su obra. Guitarra negra es un libro complejo y provocador; novelado, epistolar, en donde hay una tensión entre los personajes, un misterio fantasmal, fantasmagórico; en donde hay largos puentes, ensayos que suspenden por momentos el ritmo narrativo para introducirnos en las tatuceras de aquello que quizá algunos pensaron, pero nadie escribió. Ahora sí.

Guitarra negra es una intervención literaria y ensayística del lado b de la historia uruguaya: ese donde deambulan los exilios heroicos, entre los mostradores en los que todos nos preguntamos alguna vez que será de la vida de Molina y por la gran muñeca que no trilla el bulevar. Las desapariciones. Nos signa una historia de fantasmas, como esta que es Guitarra negra -canción, disco, libro-.

A partir de esta obra escrita hay una nueva intervención no ya a otra obra originaria -como la canción- sino a un corpus conceptual histórico, antropológico y social que tiene que ver con lo identitario, con pararse a estrujar esas creencias sepias con las que crecimos todas las generaciones desde Batlle y Ordóñez en adelante.

Sigo pensando. ¿Cómo lo hace Ramiro, el escritor? ¿Cómo viene a patear el tablero de los entrevistadores que aún no leyeron el libro y piensan que se trata de un homenaje a Alfredo desde la veneración que por supuesto, le debemos como uruguayos? Aunque, desde la disidencia, desde el cuestionamiento, podría ser un homenaje perfectamente. Imagino, en tren de imaginar, que a Zitarrosa le hubiese gustado que alguien se le pare a decirle las cosas. Que su voz será una textura de la música ambient, que mucho no nombró a las mujeres como sujetos activos de ninguna historia: siempre depositarias de deseo, nunca heroínas. Que desde el exilio la patria se construye aderezada por los troquelados de los reinos perdidos.

Esos ensayos que aparecen en el libro, que mientras leía por momentos me maravillaban, por momentos me enojaban, por momentos me daban ganas de mandarle un mensaje a Ramiro y decirle: en esta frase hay ocho conceptos y por momentos me daban ganas de celebrar su sinapsis siempre nerviosa, son obra de un personaje llamado Federico Stahl. Ese súper pibe intelectual que ahora ha desaparecido dejando en el aire la estela crujiente de un fantasma, pero que, como acaso todo en la historia uruguaya, ha dejado sus huellas para reconstruir otro sentido, en lugar de un puzzle pequeño que volvemos armar con la memoria, no con el ingenio.

Son tres admiradores y amigos lo que se propondrán sistematizar, analizar y dar un sentido a la obra de esa entidad desaparecida que no ha hecho otra cosa que pensar al mundo en la mayoría de los libros de Ramiro.

El gesto de Guitarra Negra dentro de la colección Discos de Estuario es abordar un objeto de estudio lejano al gusto del autor. Ramiro escribió una novela ensayo, como un científico que persigue la reinvención de la penicilina siendo alérgico a ella. Nunca vi a Ramiro con un mate en la mano, jamás me festejó una metáfora futbolera, y es probable que haya escuchado guitarra negra muchas más veces con un microscopio que con auriculares.

Este es un libro atrevido e inteligente que vino a interpelar las concepciones más sacras de la cultura uruguaya, siempre narrada desde el mostrador, el exilio o la derrota.  Las geografías de las cosmovisiones que plantea el libro son como una letanía que persiste incluso cuando se ha terminado. No puedo desde ahora preguntar si no lo vieron a Molina, sin trazar ese paralelismo entre aquello que en la historia uruguaya ha sido vertical, y todo lo que ha debido permanecer subterráneo.

*Texto leído en la presentación de Guitarra Negra de Ramiro Sanchiz. 14 de diciembre de 2019. Bar Kalima, Montevideo.



miércoles, 5 de junio de 2019

Big Little Lies: cuando la mentira es la verdad

Las historias de ricos no suelen ser las más conmovedoras. Como si los géneros narrativos, periodísticos o audiovisuales, optaran por abordar lo marginal para cumplir una función que vuelve visible lo invisible al denunciar el hambre, la exclusión, la miseria.


Cada tanto, cuando tomo el 104 que serpentea algunas calles de Carrasco en las que las mansiones se elevan de las veredas como cohetes a punto de despegar, me pregunto quiénes vivirán ahí,  qué soledades y miserias albergarán sus metros cuadrados de rejas funcionales al miedo de ser rico.

Big Little Lies, emitida en 2018 por HBO, dirigida por Jean-Marc Vallée –Dallas Buyers Club-y protagonizada  por Nicole Kidman, Reese Witherspoon,  Shailene Woodley  y Laura Dern -musa de David Lynch- plantea como pocas veces se ve en el panorama reciente de las series, las construcciones simbólicas de una comunidad rica, que funda sus vínculos íntimos y sociales en la lógica de lo aparente versus lo real, entre la violencia simbólica y la explícita.

Esta miniserie, que podría ser un policial por el conflicto inicial que plantea, es un drama que cuenta las historias de tres mujeres ricas que viven en Monterey (California) en sus roles de esposas, madres, amigas, amantes. Hasta ahí una fábula repetida. ¿Dónde es entonces, que la serie marca la diferencia?

Podría ser la puesta en escena de un relato que no teme en mostrarse como tal y que se disfruta en tanto relato –lo que se dice una historia bien contada-; o podría  ser que la miniserie aborda microdramas a modo de tragedia que se muestran con una sutileza casi intangible y eso no solo se debe a un guion impecable -adaptación de la novela homónima de Liane Moriarty– sino a la destreza del reparto.

Además de la cuarteta de actrices protagónicas, la serie incluye una selección de actores –esposos e hijos- que logran la consistencia de cada escena ya no apoyados en un guion excelente, sino en destrezas gestuales tan elocuentes que pueden prescindir de parlamentos y lograr un efecto abrumador. Esa cualidad del reparto colabora con escenas  verosímiles que reducen la mediación entre la ficción y la emoción generada, aun cuando estemos hablando de realismo sin in crescendos épicos.

La serie es efectiva porque aprovecha bien sus recursos –guion, reparto, ritmo- para hacer aparecer el sentido como una repetición que le da cohesión a la historia. Un sentido que cuestiona los vínculos de una comunidad endogámica en donde un niño de siete años –en este caso Ziggy, recién llegado al pueblo junto a Jane, la única madre soltera- debe soportar ser acusado de abusador en la escuela por portar las credenciales del forastero: el otro. Un sentido que pone en primer plano las violencias ejercidas en todos sus niveles: el rumor como constructor de falsas identidades, la mentira como artimaña de supervivencia dentro y fuera de las relaciones de pareja;  el abuso físico y psicológico entre adultos y entre niños; la pretensión de parecer y el anhelo de poder ser.

El infierno tan temido

Big Little Lies no se trata de cuatro amas de casa desesperadas. Aborda conflictos humanos que en este caso se plantean con el ornato de la riqueza, pero que cualquier persona podría padecer, más que vivir. Otra vez el ser y parecer  (plasmado en series recientes como Ozark o The handmaid’s tale), la soledad atragantada, la envidia –que dispara las acciones- en tanto sentimiento parásito; el amor lejos del ideal romántico, una vez más, como construcción a la que limarle la costumbre.  Además la serie plantea otras elaboraciones: el amante en tanto desarticulador de la existencia tal cual se la conoce, como entidad que opera con la lógica de la adicción, entre un deseo que se vuelve necesidad y la culpa por convención; y la sumisión humana cuando se funda en el miedo y en la creencia de que eso que el cuerpo percibe como error está bien porque es lo único que se conoce.

En este último caso, la violencia de género (sufrida por Celeste, el personaje con el que Nicole Kidman nos recuerda que es un ser humano y no la efigie ártica de la alfombra roja) es recreada como pocas veces se ha visto en la TV y no necesariamente por lo explícito de las escenas.

Celeste es amiga, es madre, es abogada pero ahora –como una anulación de sí misma- es esposa.  Camina descalza desde el vestidor a la terraza que mira al océano paradójicamente Pacífico. Sus dos hijos juegan con auriculares puestos. Parecen divertirse. Su esposo –personaje encarnado con maestría por Alexander Skarsgård-, parece amarla. Ella, parece amarlo. Nada es así. El infierno tan temido que construye ese vínculo está dado por la violencia del hombre como una enfermedad siempre en vías de recuperación, y la aceptación de un vínculo violento por parte de ella quien asume que, para tener sexo con su esposo, debe permitir que este la someta con golpes o asfixias.

De las tres mujeres es Celeste el personaje que presenta más desarrollo –aunque todas se destacan por su rol en la historia-, quizás porque pone en escena una situación de violencia de género en donde más allá de los golpes explícitos que sufre el personaje, hay un componente ominoso del miedo como elemento fundante del vínculo de pareja. Un miedo que paraliza al personaje pero que a su vez lo lleva actuar cuando en el in crescendo del siniestro que plantea  ese vínculo matrimonial, Celeste se da cuenta, en el sentido griego de anagnórisis o de la voz inglesa realise de que en vez de vivir, tolera.

Otro aspecto destacable de la serie es la presencia de niños (las tres parejas protagónicas tienen hijos) que son articuladores de la historia en tanto disparadores de conflictos y no rellenos para justificar los roles de paternidad y maternidad de un grupo etario del que se espera eso. Se destacan los hijos de Celeste –que tendrán un rol mayormente pasivo aunque determinante-; Ziggy, el hijo de Jane, madre soltera, que se convierte en eje de sospechas que no logran desarticular su lúcida inocencia y Chloe, la hija menor de Madelaine –Reese Witherspoon- que además de ser el único personaje que parece impermeable a las violencias ejercidas por todos hacia todos, es una niña ávida que se encarga de musicalizar cada momento con canciones que se convierten en la destacable banda sonora de la serie: elemento que no oficia de mero instrumento incidental, sino que colabora con el significado del relato.

Big Little Lies es una miniserie de siete capítulos que se autogestionan sin precisar una segunda temporada. Con destreza logra contar una historia que excede la descripción primaria del argumento, para plasmar la construcción de universos donde lo real se funda en el instinto de mentir para sobrevivir.

martes, 7 de mayo de 2019

Cobra Kai: Ya no hay héroes

En una de las primeras clases de semiótica –la ciencia que por definición de los capos estudia los signos en el seno de la vida social- que tuve, de la mano del entrañable profesor Luis Dufur dimos San Agustín. Me llevó un tiempo entender por qué estábamos dando a un sujeto que tenía un San delante de su nombre, que olía a cristianismo, hasta que fuimos descubriendo que este sujeto fue uno de los primeros antiguos en hablar del signo como elemento que despierta en la mente alguna otra cosa.  San Agustín también decía que el mal es un defecto del bien.

Nos hemos acostumbrado a estar del lado de los buenos.  Hasta que aparecen, claro, los malos dignos, los que nos conmueven, esos cuyo génesis se encuentra en el dolor y ahí empatizamos. ¿Quién puede culpar a Cersei? ¿Es pasible de odio la otra mitad de El Protegido?

La tradición americana de películas de los ochenta se ha esmerado por la elaboración de héroes que, a caballo entre Odiseo y un ser mortal, se transformaron en la mezcla perfecta para los peronajes del sistema que los creó: ejemplos de superación.  De ahí, la explotación de las secuencias de aprendizaje donde el héroe comienza desvalido o sin chances, hasta que, mediante un proceso de esfuerzo y tesón bajo la tutela de un maestro, o incluso solo, genera esperanza en lo televidentes que aguardan ansiosos la batalla final.  Mientras escribo solo pienso en uno que lo tiene todo: Rocky Balboa, un héroe de puño y letra en los cuadriláteros simbólicos de la guerra fría.

Yo fui más de Karate Kid.  Será porque mi hermano tenía la misma edad de Daniel Larusso cuando cada tanto volvía del liceo con los lentes de ver rotos, producto de sus escasos kilos adolescentes y de que el mundo, entonces, ya estaba lleno de soretes. La vimos juntos por primera vez, y la vimos juntos cada vez que la dieron.  Miyagui era el abuelo de todos, porque por suerte entendimos rápido que para aprender a golpear primero hay que saber equilibrio.

Karate Kid tenía un bueno muy bueno que era Miyagui –un japonés era el bueno-, tenía un malo muy malo que era John Kreese –un excombatiente americano era el malo- y debajo, en la misma banda de flotación de una adolescencia carente: Daniel Larusso y Johny Lawrence, discípulos de aquellos dos maestros respectivamente.  Al repasar Karate Kid 1 tantos años después, ya no es tan fácil colocar a Daniel San de lado de los buenos y a Johny Lawrence del lado de los malos.  Esto, porque al hurgar en la escenas, se me da por pensar que la mayoría de las veces Daniel responde las agresiones de Johny con recursos arteros o carentes de ética, como cuando le rompe la cara con una patada de grulla en la escena final. Ya no hay héroes.

Volver al futuro


Cobra Kai es una serie inteligente. Con un guion que respeta el código del género al servicio de la tensión narrativa, pero también como una parodia permanente de la nostalgia, de un presente minado de pantallas y desidia y de un futuro siempre incómodo.

Han pasado 30 años desde que Daniel San se coronara campeón ante aquel, en principio, bravucón que era Johny Lawrence. Ahora, Daniel Larusso es un empresario exitoso, con una esposa hermosa a la altura de su concesionaria de autos, una hija noble y una mansión con jardín japonés; mientras que Johny, el rubio odioso de las fraternidades, es ahora un perdedor, borracho, varado en un purgatorio que no le permitió salir de su época dorada. De eso, solo quedan vestigios: una remera de Metallica, un auto de salón de maquinitas, y su sabiduría marcial.  Es imposible odiarlo. Él es el verdadero protagonista de este Spin Off. Un personaje que en el pasado ha sido sometido a actuar de acuerdo a los deseos y añoranzas de otra persona, aquel que le inculcó el mantra: “Golpea primero, golpea duro, sin piedad”.

A diferencia de series como Stranger Things, que introducen elementos epocales ya no como una recreación creíble sino como un permanente gesto estético forzado que genera demanda y, por lo tanto, merchandising, Cobra Kai viene a patear el tablero de la nostalgia ochentera. Con el criterio de la lucidez, la serie convierte todo su universo en una parodia de sí misma que resulta en una potente crítica a la cultura que nos configura como seres humanos más allá de la biología.

Sin decirnos jamás que todo tiempo pasado fue mejor, Cobra Kai establece permanentemente un juego especular en donde los binarismos se multiplican en favor de las perspectivas. Nadie es intrínsecamente malo, nadie es intrínsecamente bueno: ni los personajes, ni las épocas, ni las doctrinas.

Degeneración en generación


Que compran paltas, que usan barba, que hicieron de ciertos parámetros de fealdad verdaderos cánones de belleza, que tienen hígados blindados para la cerveza artesanal -o es que toman muy poco como para dañarse- que no fuman cigarros -incluso antes de los decretos y las desmesuras- que en vez de rascar la olla de la mente, googlean; que no saben andar sin mapa, son algunas de las características que dicen, tiene la generación Millenial.

¿Quiénes dicen? ¿Qué fue primero? ¿Un grupo integrado por millones de personas en todo el mundo con un el único sesgo de haber nacido entre tal y tal año que, una vez puestos bajo estudio se encontraron las características similares de comportamiento? O tal vez fue al revés, y comenzaron a proliferar una serie de características que se volvieron canon de Wikipedia, en el que se enumeran los requisitos para formar parte de un grupo con cierto prestigio cool.

Seguramente, los avisos de refrescos donde actualmente proliferan las camisas floreadas, la jovial frialdad y los jeans nevados cuyos eslóganes dicen: “tomá Pepsi unite a la tribu”, no sean arbitrarios. Tampoco es arbitrario que detrás de toda definición antropológica absolutamente sesgada por una única variable que son las fechas de nacimiento existan intereses -no quiero ponerme apocalíptica- de ese viejo diablo llamado corporaciones. Esas que mueven el mundo, a Víctor, y a sus marionetas.

En ese juego de perspectivas que se abren como un laberinto de espejos, Cobra Kai enfrenta ya no solo la escuela de Miyagui con la de John Kreese; ni a Johny Lawrence con Daniel Larruso, sino a dos momentos históricos distintos, con toda su centrifugadora antropológica. La adolescencia de los 80 y la adolescencia del primer cuarto del siglo XXI. Con maestría y ni siquiera con escenas grandilocuentes, estamos asistiendo permanentemente a la interacción de dos mundos con todas sus ambigüedades.

En una escena de las profundas -con todos sus gags- Johny cuenta una historia de vida a su discípulo, un chico con el carisma de la inteligencia en un contexto carente. Johny narra su historia en una mesa de bar, habla, conmueve, su relato traspasa, llega. Su discípulo lo mira atento. Parece entender. Suena el celular. Es una notificación de Instagram. El discípulo abandona la conversación. Termina la escena.  En otra oportunidad, vemos las desmesuras discursivas -incluso representadas en sus sueños eróticos donde la mujer siempre aparece ligada a un auto- que hoy en día no tienen cabida en el mundo de la reivindicación genuina que, sin embargo, ha torcido las estructuras hacia el artificio de lo políticamente correcto.

En Cobra Kai también existen las escenas épicas, aún cuando transcurren dentro de un centro comercial. Sin embargo, en la segunda temporada hay una secuencia que por la calidad de la puesta en escena, el sentido generado en el montaje paralelo y la estética aplicada, logran uno de los momentos más altos de la serie, con una reconstrucción que no habíamos visto antes. Ante la vuelta de Kreese y en afán de demostrarle que no se ha ablandado, Johny Lawrence somete a sus alumnos a un entrenamiento fuera de gama que pone en duda la escala ética  incluso del artero sensei con pasado militar. Con una reminiscencia poética a la fuga entre la mierda de Sueños de Libertad, vemos a los mejores alumnos de Johny meterse dentro de un camión de cemento, con el desafío de hacerlo girar desde adentro con sus pies de millenials embadurnados en el concreto y una fuerza desmedida que se asemeja a la tortura.

En tiempos donde las series son manufacturas generadas a demanda para plataformas funcionales al apaciguamiento neuronal, es cada vez más difícil encontrar aullidos de rebeldía en la estepa, caballos de Troya dentro del sistema. Disfrazada con las mantas de un entretenimiento menor o de un Spin Off oportunista, Cobra Kai ha logrado colar un discurso crítico en escenas cargadas de honestidad y lucidez. Miyagui estaría orgulloso.

domingo, 14 de abril de 2019

After Life: Seguir viviendo sin tu amor


Duelo viene de dolor.
La institución que regula la lengua castellana, que define y por tanto limita la polisemia de las palabras, es rigurosa en la austeridad de su acotación: dolor es "Sensación molesta y aflictiva en alguna parte del cuerpo". Ahí donde otorgamos conciencia a una parte del cuerpo cuando punza, cuando late, cuando gime, hay dolor. Por suerte, los poetas se han encargado del sentido de muchas maneras y de pronto aparece aquel tótem de Rubén Darío: “Y no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.

After Life es una serie que habla de dolor. Ese que puede ajustarse a la austera definición de la RAE, y ese que nos convierte en sujetos dolientes tras la pérdida. He ahí, el tránsito por un duelo.
En esta serie, que maneja la forma del relato por momentos con una sutileza escalofriante siguiendo el respeto que lo británicos han demostrado con creces a la hora de las historias; y por momentos con alguna que otra aberración simplista e innecesaria como todo lo que sucede en el último capítulo.

Como en una escenografía a medida de la parodia, vemos la peripecia en un pueblo chico de un tipo que ha quedado viudo. Desde entonces, este tipo, Tony, alguien que otrora ha sido un personaje lleno de vida, como el relato de Fante, es ahora un hombre-fantasma, taciturno en su rutina, recalcitrante en su vida social, pero jamás odiable. Tony no es un tipo entrañable, pero el mecanismo de la empatía del resto de los personajes se activa solo. Más tarde o más temprano todos, televidentes y miembros de ese mundo podemos estar, si es que ya no hemos estado ahí, en el lugar de la pérdida del amor, con o sin muerte física del ser querido. Este es el caso que le toca vivir al protagonista. Su esposa murió de cáncer hace pocos meses.

Hasta ahí, algo que incluso hemos visto en otras series o en muchas películas. Sin embargo, aún con sus desmesuras o desaciertos, After Life introduce la construcción del duelo con los edulcorantes ilusorios del simulacro y las pantallas. Ese es su acierto: recordarnos que el espejo negro también incluye otras formas de la pérdida. Ya nadie se muere para siempre.

La esposa de Tony interviene en cada capítulo como una Siri cargada de cariño y consejos a través de videos que le grabó desde el hospital antes de morir. Es distinta la muerte con la gracia de los Smartphone, es distinto el más allá cuando quien se nos fue nos sigue hablando a través de una pantalla; es distinto el amor después del amor cuando el otro da una señal errática a través de un like de Facebook, o de un corazón -un corazón- de Instagram o Twitter. La ruptura, la separación, el duelo, es, literalmente, una ampolla que no termina de explotar para dar lugar a la piel nueva, es un dolor de la Rae en algún lugar del cuerpo.

A través de las posibilidades tecnológicas, la lógica de los objetos se retuerce, muta. Ante la muerte del ser amado o la ruptura, los objetos son muestras inanimadas que, en tanto activadores de recuerdos crean un significado que solo se decodifica en el pasado. Ante la carta, el reloj o el libro dedicado alguna vez, el que atraviesa el duelo deposita en el objeto un sentimiento que tiende a agotarse: el objeto es imperecedero, la persona, no. Sin embargo, los recuerdos multimedia de esta nueva era, nos llaman al encuentro con la idea de la presencia: una voz que nos pregunta algo nimio como “Paso por el súper, ¿llevo pan?” en un audio de WhatsApp, es de pronto resignificada como pasado que se hace presente en la idea del amor. Es la voz del ser perdido que se corporiza e interrumpe el duelo que nunca se termina de transitar. Ante la voz material del amor, el dolor nos sobrevive.

Amar a Siri


Antes de salir de la cama, Tony pasa tiempo con su esposa. La mira, la admira, aún con el pañuelo que cubre su cabeza calva por culpa del cáncer que la mató. Desde la pantalla ella le habla a su presente. EL presente de él. Ese en donde no ha podido dejar atrás y la idea de rehacer es apenas un eslabón quebrado de la esperanza por supuesto abandonada.

Estos dos personajes se amaban. Así lo demuestran los flashback de videos con los que el protagonista se autoflagela, los cuales incluían viejas rutinas de pareja, en ese mundo privado y cotidiano que habían inventado para sí. Y es el recuerdo del amor lo que más duele, incluso más que los avatares de la muerte y la enfermedad. Porque amar, según han dicho los estudiosos, los cientistas y los poetas, es poner en el otro el ser de uno. Y cuando por ruptura o por desaparición física eso se acaba, el dolor es la muerte propia. Es quedarse sin el otro o, lo que es peor para la reinvención, es quedarse sin uno mismo con el otro. El volver a empezar siempre tendrá una digestión de boa.

Son pocos los personajes que aparecen en After Life -que podría traducirse como Más allá-. En el viejo esquema del relato propuesto por quienes estudiaron personajes y acciones aquí los hay todos respecto al “héroe” protagonista. Varios ayudantes: el cuñado hermano de la esposa muerta, director del diario gacetilla donde ambos trabajan; una señora que habla con la tumba de su esposo en el cementerio con la que entablará la relación más sincera; una prostituta amiga de un yonki del barrio. También hay oponentes: él mismo, los consejos paradójicamente siempre vitales de su esposa a través de la pantalla, el perro que era de los dos y que ahora tiene que vivir gracias a sus cuidados.

Pero Tony es un tipo que ha intentado suicidarse. Ante la posibilidad de seguir viviendo sin su amor, entiende que ese fin, es el propio. La certeza de querer morir y amenazar públicamente con hacerlo, es lo que le otorga al personaje la certeza de la impunidad. He ahí su reinvención recalcitrante. Como si la posibilidad de encajar en la vida y en las expectativas de los seres queridos que han quedado alrededor, sea privarse de antemano de toda esperanza -sustantivo del tiempo futuro- y tener la carta del suicidio a mano.

De las series británicas que he visto en los últimos tiempos, After Life no es la mejor. Papeles más rigurosos en la efervescencia del ver por ver de Netflix han jugado otras como The end of the fucking world, o Wanderlust. Aún con matices de calidad, los ingleses son buenos planteando temas universales con el sentido agudo del guion como esencia, aun cuando haya que acostumbrar el paladar a la siempre apática paleta inglesa en la fotografía o acoplarse al ritmo antifooting de las peripecias.

Más cercana a la soledad abrumadora de aquel Joaquin Phoenix en la devastadora Her, donde un tipo se enamora de Siri, nos pone de bruces contra ese dolor de ser vivo que ya Darío nos había anticipado en aquel poema que escarcha las vértebras llamado Lo Fatal.

En After Life nos reencontramos con los miedos del absurdo de vivir, por momentos con el humor inglés que jamás dice “hola, soy un gag”, porque más que hacer reír, nos retuerce el corazón. Así, además del dolor del protagonista -que trabaja en el diario local y sale cada tanto a buscar la nota- nos encontramos ante las historias mínimas de los habitantes del pueblo que desean ser retratados en ese diario: una madre reciente que hace muffins con leche materna; un hombre con síndrome de Diógenes, un bebé que se parece a Hitler. Esa es la parte viva de la vida que tiene que elegir el protagonista. Esa es la interpelación del absurdo: es Tom Hanks en Náufrago y la duda implícita cuando cierra la puerta tras despedir a todos sus compañeros de trabajo en el meeting de “bienvenido a la vida” tras cuatro años de soledad y supervivencia.

Si olvidamos el último capítulo, un evidente momento de optimismo del guionista, donde todo huele a moraleja y echa por tierra ese sentimiento árido de piña al esternón que había logrado durante los episodios anteriores, es justo decir que After Life es mucho más que una serie sobre un tipo al que se le muere la esposa. Es una serie sobre el dolor de ser y estar -mismo verbo en el idioma inglés, como si acaso fueran lo mismo-, sobre la reinvención de la soledad, pero más aún sobre la precariedad única del ser humano cuando ama y, por ello, pierde.