miércoles, 15 de junio de 2016

Orange is the New Black: esta vez por fin la prisión te va a gustar

"La verdad te alcanza y es ella quien te convertirá en su puta. Lo peor de la cárcel no son las otras reclusas, es la verdad sobre vos misma".


Piper Chapman

Chapman entrega sus pertenencias. Extiende los brazos y una oficial coloca sobre ellos el uniforme naranja y los zapatos de cárcel. Chapman se desnuda ante el pedido, de frente, con los brazos extendidos. Ahora de perfil. Ahora de espaldas. La oficial le pide que se agache y que tosa. Chapman pregunta si es en serio. En ese momento, tanto ella como los espectadores, sabemos que el estereotipo al que representa y su pasado de velas perfumadas no la van a eximir de lo que una cárcel tiene preparado para cualquier recluso: el derecho al olvido de su identidad.

La historia de Piper Chapman -la protagonista de la serie Orange is the New Black- está basada en un libro autobiográfico en el que Piper Kerman recrea sus vivencias en la cárcel. Si a esto sumamos una buena canción de Regina Spektor en la apertura, a la creadora de Weeds Jenji Kohan para transformar el libro en una serie y a Nextflix para difundirla, podemos empeñar, al menos, una expectativa.

Las acciones de Orange is the New Black transcurren principalmente en la cárcel de Litchfield, en Nueva York, aunque también hay escenas fuera de ese universo: las del presente, en donde aparece la familia de Piper Chapman; y las del pasado, tanto el de ella, como el de las reclusas con papeles principales.

Cuando el espacio de la ficción es acotado (cárcel, isla, pueblo chico) y hay un número finito de personajes interactuando en él, el flashback sirve para complementar la historia. El recurso es demandado, sobre todo, en aquellas series donde el presente le debe algo al pasado, porque sus personajes no empezaron ahora, sino ayer. The Walking Dead es una serie de ese tipo, que sin embargo no se esfuerza por explicar un génesis ni por otorgar un fundamento a sus llanos personajes. En Orange is the New Black el flashback no muestra una vida anterior de sus protagonistas que los redima en su presente, sino que focaliza el momento previo al ingreso en la cárcel. En este caso, el salto temporal iguala los escenarios simbólicos de los personajes en su pasado y presente, en donde la única diferencia entre la prisión y la vida real son los scanners y las rejas.

La diferencia sustancial de Orange is the New Black respecto a otras series recreadas en cárceles como Oz, Capadocia o Alcatraz, no es la elección de un reparto femenino, ni la consistencia de su guion (Alcatraz poco supo de esto), tampoco la elección del avatar de una protagonista; es el tono elegido para narrar: un drama cargado de comicidad que por momentos naturaliza lo terrible.

Si bien en la primera temporada el correccional de Litchfield goza de todas las impunidades posibles que pueden ocurrir en un universo en donde hay disciplinamiento sobre personas privadas, entre otras cosas, de su libertad, esa cárcel es representada como un simulacro lejano al imaginario que podemos tener en este lado mundo. Lo peor que sucede en uno de sus baños es que las cabinas no tienen puerta, o que los hongos proliferan en el piso de las duchas.

A diferencia de Oz, de Capadocia, o del Penal de Libertad, en Litchfield hay luz. Una luz blanca y sostenida que por momentos se mezcla con el resplandor del exterior que entra por las ventanas. En Litchfield no hay rejas. Excepto en el perímetro exterior y en la unidad de confinamiento. En Litchfield hay juegos de caja, hay una cocina con un menú servido en bandejas con repartimientos. En Litchfield hay postre. 

No obstante, existen prohibiciones en la pirámide de necesidades como el repentino cierre de la pista para correr. También hay corrupción basada en un esquema histórico: fondos estatales manejados por personas que tienen a cargo la privación de libertad de otras personas. Las carencias del penal son directamente proporcionales al enriquecimiento ilícito de sus administradores. 

El reparto está compuesto por mujeres casi en su totalidad y si bien no hay estrictamente reivindicaciones feministas ortodoxas, en su primera temporada la serie tiende a estigmatizar la figura masculina. Los pocos hombres que aparecen son acosadores, abusadores, inseguros, dubitativos, y frustrados.  Se destaca especialmente la actuación de Pablo Schreiber, en su rol de Méndez, quien lleva al extremo las posibilidades de su personaje al hiperbolizar y caricaturizar los aspectos más bajos de un ser humano. Alguien que es capaz no solo de abusar sexualmente de las reclusas con una sonrisa entre el escarbadientes, de integrar una red de narcotraficantes cuyos clientes son las yonkis en recuperación del penal, sino de acomodar la escena para simular el suicidio de una interna, que murió por negligencia de él. 

Otro personaje que destaca, esta vez no por la exageración de sus características (como en el caso de Méndez), es Sophía Burset, la transexual que ingresa a la cárcel por estafa, que tiene una esposa y un hijo, y mata las horas dentro del penal como peluquera.  En el universo de esa cárcel, excepto cuando llega el recorte de presupuesto consecuencia de la corrupción, están previstas las medicinas que Sophía debe consumir para mantener el equilibrio hormonal de su transformación.  Una muestra más de que las representaciones del sistema penitenciario americano están lejos del imaginario de Villa Devoto, el Comcar o Carandiru. 

Nietzsche no importa

En el perímetro de acción acotado que supone una cárcel, las características individuales se exacerban con el fin de afirmar aquello que está en juego para cada reclusa: ya no su identidad, sino la noción de identidad.  En esta lógica lo que me diferencia del resto es lo que me recuerda que soy yo, que no dejé de ser yo. Mi noción de mí mismo es la conciencia de estar en el mundo. De no haber sido expulsado del todo. 

Así, las reclusas latinas se aferran al idioma español, aún transgrediendo las normas de la prisión; Ojos Locos (uno de los mejores personajes) se esfuerza en hacerle creer al resto el estado avanzado de su locura; la cocinera se tiñe el pelo de rojo para acrecentar sus credenciales rusas de la vieja guardia; la maestra de Yoga predica paz; y Pennsatucky (un personaje que cobra un repentino protagonismo hacia el final de la primera temporada) se autoproclama como mesías de Jesucristo.  

A Piper Chapman – quien cumple una condena de un año por complicidad con su pareja, también recluida, por tráfico de drogas- le tocó un estereotipo débil.  Es rubia y culta – la clase de cultura adquirida en la Universidad y no “en la escuela de la calle”-. Ella sabe que todos sus conocimientos pasarán a un segundo plano en ese universo.  En  Litchfield nadie parece temerle a alguien que puede citar a Nietzsche en un almuerzo, porque en ese contexto, Nietzsche no importa. 

Sin embargo, a medida que avanza la trama, Piper Chapman sortea sus crisis de identidad. Suspende su modo de ser en el mundo – ese de barbacoas en casas perfectas de gente en apariencia perfecta- en pro de una adaptación forzosa y necesaria a las nuevas reglas del juego. En ese microuniverso, lo que las reclusas dicen y hacen está tan emparentado a su credibilidad, que un paso en falso puede confinarlas a transcurrir sin aliados: esos que pueden prestarte un par de chancletas o el hervidor casero. 

Piper entiende que la dinámica de esa cárcel es ser porque tenés algo que ofrecer. Por supuesto que quedan ratos para los momentos de humanidad, las demostraciones de amor, o de algo parecido al cariño. Pero lo cierto es que la mayoría de las relaciones, incluso las forjadas en el amor, tienen una base utilitaria que las sostiene. Piper entiende rápidamente que la cárcel, antes que un centro de reclusión, es un purgatorio de carencias. Así que se reinventa. Lo que antes era inútil (sus conocimientos), ahora es lo que marca la diferencia entre una apelación con faltas de ortografía (que Piper se encarga de revisar) y la libertad de su compañera de celda. 

El góspel de los que no creen en nada

El canal A&E transmite Terapia de Shock, un programa  basado en el documental del mismo director Scared Straight! (1978). El show muestra a algunos jóvenes en su conflictiva cotideaneidad y su experiencia a jornada completa en una cárcel de máxima seguridad. En ella,  policías y reclusos (acaso en una comunión única y momentánea para los flashes), reciben un puñado de adolescentes que hayan tenido alguna actitud delectiva (violencia, consumo de drogas, robo) y les muestran la realidad de la prisión. Primero los jóvenes pasan por la etapa de “recibir el susto”, en donde los reclusos interpretan un rol en el que los acosan y maltratan, y luego pasan a la instancia de reflexión, en la que cada recluso cuenta su historia personal y explica por qué es mejor estar afuera que en la cárcel. 

En Orange is the New Black hay un episodio que recrea lo planteado en Terapia de Shock.  La cárcel recibe a varios jóvenes liceales. En esa instancia, una de las jóvenes es una chica en silla de ruedas que no parece ser permeable a los ritos sagrados de la cárcel. Ninguna de las reclusas pudo lograr el cometido de asustarla. Excepto una. La rubia que lee a  Nietzsche.  Solo con retórica, sin amenazas, ni gritos. Piper se acerca la silla de ruedas y susurra:  "La verdad te alcanza y es ella quien te convertirá en su puta. Lo peor de la cárcel no son las otras reclusas, es la verdad sobre vos misma". 

Y ahí está ella. Tratando de entender que su nuevo mundo incluye mendigar un tampón, que una compañera despechada orine el piso de su celda, que su guardia consejero la mande a confinamiento porque descubre sus preferencias sexuales. Un universo de acción en donde la locura es un lugar que protege del resto y de uno mismo, en donde es necesario evangelizar si se cree en algo, porque de esa forma la soledad pasa a ser una posibilidad y no un hecho. Ahí está ella, creyendo cada vez menos, y sobreviviendo a su propia verdad bajo un uniforme nararanja. 

PD. Segundas partes fueron buenas

Orange is the New Black supo corregir a tiempo sus defectos. En la segunda temporada la caracterización naif de la cárcel deja lugar a un paseo por las unidades especiales (esas en las que ya no hay juegos de caja, donde la posibilidad de hacer un compinche se reduce a apoyar la oreja contra la pared de la celda y escuchar la respiración de alguien más) y a los traslados de presos en aviones con reclusas y reclusos de máxima seguridad al mejor estilo Con Air. Todos los personajes se consolidan, incluso el de Piper, quien ha experimentado un consistente antes y después que modifica sus acciones y las vuelve menos predecibles. El guion supera con creces al de la primera temporada, alejando todos los parlamentos de los lugares comunes y llevando al extremo de la efectividad la retórica de la sutileza. Junto al aporte de personajes nuevos y complejos, los administradores del penal y los policías comienzan a tener un desarrollo que enriquece la trama. Los conflictos dejan de ser superficiales, ahora importan más los vínculos de fondo que las peleas en las duchas. Jenji Kohan, quien ya había demostrado su potencial con la genial Weeds, evidencia con esta segunda temporada que un buen realizador es aquel que jamás se conforma con su mochila de éxitos y sabe que el mejor capítulo es el que todavía no se filmó.   

Publicado en El Boulevard / 2014. 

lunes, 13 de junio de 2016

Le hizo crack

A fines de los '50 José Francisco Sanfilippo jugaba en San Lorenzo de Almagro de Argentina. Pronto se convirtió en la atracción del equipo y su táctica no tardó en ser reconocida internacionalmente. De San Lorenzo pasó a Boca Juniors, donde llegó a jugar al menos dos temporadas manteniendo el mismo rendimiento que lo había consagrado. Sanfilippo o “el nene”-así lo apodaban- era una estrella, acaso tan brillante como lo permitían los reflectores de la cancha. Pero un buen día se fue del club por desavenencias con el entrenador de aquel entonces. La noticia pronto llegó a Montevideo y el Club Nacional de Football fue implacable al hacerle la propuesta al gran jugador argentino. Sanfilippo empezó a entrenar a los pocos días en el Parque Central, lugar donde en aquella época Nacional realizaba sus prácticas. Entrenaba todos los días y sorprendía ver cómo no se descansaba en la comodidad que le proporcionaba una reputación repleta de victorias. Todos los hinchas, aunque ni siquiera fueran de Nacional, sabían que “el nene” Sanfilippo tenía el don de convertir goles “de todos los colores”.

Era el año 64. Nacional se perfilaba como ganador frente a Colo Colo de Chile para poder llegar a la final de la Copa Libertadores de América de ese año y, de lograrla, sería la primera en su historia. Por supuesto Sanfilippo se convirtió en el boleto de empeño, en el depositario de todas las promesas a cambio de la consagración del equipo en el campeonato. Mi padre por ese entonces era un adolescente que se escapaba del liceo para ver, aunque sea un poquito más de cerca, al jugador que se había llevado toda su admiración. En las frías tardes del Parque Central, el nene Sanfilippo no tardó en registrar la presencia de aquel pibe al costado de la cancha.

Ocurrió en un partido amistoso contra el Vasco da Gama de Río de Janeiro que se llevó a cabo en el estadio Centenario de Montevideo. Mi padre estaba en la tribuna Colombes cuando escuchó, a diez minutos del final del partido, el ruido que se llevaría su alegría y la esperanza de toda la hinchada. Los jugadores de ambos cuadros rodearon nerviosos al jugador tirado en el pasto. Mario Méndez, compañero de equipo, fue el primero en llegar al lugar. Dicen quienes allí estaban, que la imagen de Méndez tomándose la cabeza con ambas manos mientras miraba la pierna de Sanfilippo fue desoladora.

La radio transistor había llegado a Montevideo en 1961, es decir que en el ´64 era lujo de unos pocos el tener una. Mi padre se aproximó, con toda su timidez y su nerviosismo a un hombre que escuchaba a los comentaristas desde una flamante Spica. Cuando mi padre le preguntó si sabía qué había pasado, el hombre se limitó a reproducir una sola frase: “Sanfilippo está quebrado, no juega más”. Las tribunas comenzaron a desdibujarse como relojes de un cuadro surrealista. Mi padre se quedó ahí, inmóvil, escondiendo su cara entre los brazos. Fue tanta la tristeza que probablemente se olvidó del tiempo, de la noche que empezaba a cubrir el estadio como una sábana vieja sobre un mueble sin dueño y de la ilusión, siempre de cristal. Cuando se incorporó miró alrededor. No quedaba nadie y el silencio en la inmensidad del estadio vacío era una pelota sin perseguidores que vagaba de arco a arco. Vio de pronto a dos personas en la tribuna opuesta. Fueron ellas quienes abrieron la puerta del estadio para que el pibe pudiera salir. Empezó a correr por la avenida Centenario, llevando en la espalda no solo la tristeza de esa tarde, sino un posible miedo. Llegar a su casa implicaría encontrarse con su padre, hombre de pocas palabras y de acciones severas. Y mientras corría por la avenida rumbo a la calle Urquiza, venía a su mente, tan insistente como las lágrimas de hacía un rato, aquel recuerdo de sus nueve años.

Mi padre nació en una familia peñarolense. Pero desde chico fue hincha de Nacional. Su padre, o sea mi abuelo, nunca aceptó la opción de su hijo menor y recurrió a los mecanismos más variados para tratar de que se cambiara de cuadro. Aquella tarde de sus nueve años mi padre estaba sentado en la vereda. Era el único niño de la cuadra que no tenía bicicleta así que se conformaba con pegar alguna vueltita cuando el aburrimiento de los otros niños ganaba por goleada. Mi abuelo fue tajante: «si en el próximo partido gritás “Peñarol pa’ todo el mundo” te compro la bici». Y mientras iba rumbeando para el estadio con su padre, se debatía internamente por lo que probablemente era una de sus primeras encrucijadas. Peñarol hizo el primer gol. Mi abuelo le puso la mano en el hombro, inquisidor y amenazante. No hubo bici, ni deseo de tenerla, que pudiera arrancarle a mi padre aquel grito. Y no gritó, no. Pero tampoco habló porque evidentemente la extorsión había superado sus nervios de niño.

Y ahora, cuando ya pegaba la vuelta en la calle Urquiza, sabía que detrás de la puerta estaría mi abuelo, esperándolo desde hacía horas. Actualmente mi padre dice acordarse del dolor que le causó la patada apenas atravesó la puerta. Y esa noche se acostó para recuperarse de ese día. Cuando despertó, su madre hablaba con alguien en el frente de la modesta casa. Se asomó y vio a dos personas vestidas completamente de blanco. “Sí, vive acá” respondió la señora cuando preguntaron por el hijo.

Los enfermeros estaban ahí porque Sanfilippo así lo había dispuesto. Cuenta la historia que cuando el jugador volvió en sí en la cama del hospital y vio su fractura expuesta enyesada lo primero que preguntó con toda su porteñez dolorida fue: “¿qué pasa que el pibe no vino a verme?”

Mi abuelo no cedió de inmediato al deseo de Sanfilippo. Pasaron algunas horas antes de que se ofreciera a acompañar a mi padre al hospital. El abuelo, por supuesto, se quedó afuera. Ese año Nacional no salió campeón.