sábado, 15 de octubre de 2016

El criterio de la eternidad

Siempre, de algún modo u otro le hago cosquillas a la conciencia pensando en el fin de las cosas. Como si fuera una materia que nunca vamos a poder poner debajo de un microscopio para tomar apuntes y documentar. El después del ropero de Bowie, en esa eternidad que me gusta intuir tras la mano que entorna la puerta. El fin, asociado siempre a un fundido a negro, sin sobreimpresos que lo anuncien, significante, como en una pantalla con The End.

En el medio, tomar conciencia de las averías, propias y ajenas, como una regla del juego que se revisa después de haber comenzado la partida, y se consensua sobre la marcha para no interrumpir lo ya empezado.

En el documental producido por Vórterix –extraña factoría de Pergolini empresario- el Indio Solari aparece como nunca lo vi. Es él, en primera persona; aparece por fin el personaje tantas veces narrado, esta vez con guiones al principio y al final de cada intervención. Arrellanado en un proyecto audiovisual autogestionado, que pretende fijar su imagen en el purgatorio de los mitos, el video documenta su lucidez y su recalcitrante retórica del yo. Ese es también Solari.

Detrás de unos lentes de dibujo animado de bondi a Finisterre, están esos ojos de enigmático parpadeo; aparece una dentadura casi siempre vedada, ahora sonriente incluso cuando habla de la enfermedad malvada que padece hace años y que, lejos de hacerlo temblar, lo freeza, lo atrofia. En el medio de la entrevista saca el pastillero de casa de salud: ese que es de un plástico transparente y que los ancianos o las personas a cargo suelen marcar con indelebles tintas. Toma doce pastillas por día, y en el medio de la entrevista se clava una con un whisky al que le agrega agua para que cumpla su función de agua: diluir.

El Indio Solari no perdió la lucidez, y eso me alivia, como cuando le dan de alta a un ser querido y lo ves acomodarse nuevamente en su engranaje cotidiano. La satisfacción convaleciente de la vuelta a casa, sin sábanas bordadas con la infame rúbrica de las mutualistas.

Una vez le pregunté a una poeta conocida con qué filósofo se hubiese encontrado para escuchar un estilo directo, menos sepia que las reproducciones de las historia, la poeta se molestó ante la pregunta y no quiso contestarla. Yo sé perfectamente a dónde iría en esa máquina del tiempo, y también sé que el Indio Solari es un sujeto al que vale la pena escuchar, te guste o no su música, sepas o no de qué se ríe el gordo Pierre.

El Indio tiene 67. Al último recital que dio en Tandil, motivo fundante del video, vino un pinta de Abbey Road con tufo a groso especialmente para comprobar en vivo y en directo, si aquellos sonidos e imágenes editados en el mítico estudio, eran verdad. La búsqueda inagotable. Según aclara en el testimonio, en Inglaterra no se ve algo tan genuino hace años.

El Indio habla de lo nefasto de la decrepitud que se le viene encima mientras asiento con la cabeza y le doy la razón a la pantalla deseando que no tenga tanta razón esa retórica engatusadora, tan Solari.

El Indio sabe que el futuro próximo es una yapa de la ciencia y la farmacia. Sigo pensando en el fundido a negro. Me acuerdo de Cerati y de su fin al que le robaron la dignidad de morirse de una. Después de los cincuenta todas las facturas del destino son al contado. El indio explica cómo ha mutado el criterio de eternidad y, aún con la conciencia de la decrepitud, quiere vivir lo más que pueda aunque haya pensado en “pegarse un corchazo” más de una vez. Ahora, en donde la palabra Sibarita huele a aceite, dice sin titubear que conoce más las calles de Nueva York que las de Buenos Aires, porque se sabe cautivo de una jauría a la que cada tanto hay que abrirle la reja: salen todos, menos él.

El Indio se emociona dos veces. Una, cuando habla del último disco de Bowie, y del video –Lazarus- que no nombra pero que en su silencio de nuez que mete un cambio en la garganta, se adivina que también se ve a sí mismo cerrando la puerta de un ropero ontológico desde el lado de adentro.
El año pasado leí Fuimos Reyes, un libro de esos que da pena terminar, que se ahorran los efectos y que hurgan las posibilidades narrativas para contar una prehistoria repleta de buñuelos y del arte en su estadio efervescente previo a los avatares de la empresa.

El documental también incluye palabras de los músicos, tomas aéreas de drones captando hormigas ricoteras por las calles de Tandil, y tres o cuatro canciones directo del recital que huele a último. Podemos cuestionar la figura en este momento más que cuestionable de Pergolini, o ponernos a discutir en qué isla depositará el Indio Solari sus ahorros. Este documental no vale por el concepto más que trillado de la misa ricotera, tampoco por los primeros planos de all star embarrados. Es un documental que documenta lo que nadie en 67 años: unas cuantas risas pillas a todo diente, declaraciones lúcidas de un tipo inteligente que por primera vez se deja entrevistar en un sillón con las piernas cruzadas. Siempre me va a gustar escucharlo hablar, aunque debo confesar que no pude darle chance a su último disco –y lo intenté-.

“La vida es decidir y pretender”; agregarle agua al Whisky para tomar la pastilla de la seis, en manos que no tiemblan, para reinventar el criterio de eternidad mientras quede algo para decir que aún conmueva.

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