Desde el ala del sombrero blanco que me prestó mi madre
veo descender una araña frente a mi ojo izquierdo. No tengo con ella
ningún conflicto personal, aunque todavía me queden los rastros de una
cicatriz en la cintura, resultado de una picadura a los nueve años que me
provocó culebrilla y que me acercó, por primera vez, a la noción de fin.
Según la leyenda, la culebrilla es capaz de matar a la persona
afectada, una vez que los vértices de la erupción se encuentran entre sí.
No hubo ciencia que pudiera con el cinturón de ampollas que comenzó a
formarse y que avanzaba por la piel conforme pasaban las horas. Así que
mi madre recurrió a la curandera de la esquina. Había que sortear un jardín. Entre paredes verde agua y un pesebre sobrenatural
armado en un rincón del comedor, la anciana mojó un ramo de ruda en un
vaso de Fido Dido con agua bendita y procedió con el ritual. “Que los
dioses salven a esta niña” fueron las palabras exactas de su pagana
plegaria.
Ahora la araña
proyecta su diminuta sombra y se multiplica. No
puedo evitarlo, me doy cuenta de que todavía tengo miedo, a las arañas y
al fin. Así que, por un segundo, calibro mi ojo izquierdo y la
inmortalizo. La pequeña muerte de la araña es un asesinato. Riba, el
protagonista de Dublinesca cuenta que una vez en Nueva York fue a cenar a
la casa de la familia Auster. Esa es la escena del crimen de la araña.
La dejo ahí, escrachada contra la página 110.
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