sábado, 21 de febrero de 2015

Dejé de fumar -Parte II-

Un rato antes de morir de cáncer de páncreas, mi amigo Hernán le pidió un cigarro a los médicos que lo rodeaban.

Mientras miraba desde la vieja oficina cómo la calle Andes se devoraba a sí misma después de las ocho, me llegaba un mail desde Argentina con la palabra Hernán en el remitente.

Dos años antes me había anotado en un curso de dejar de fumar.

Convencí a mi compinche del laburo y allá fuimos. No era mi momento, pero el curso empezaba, así que tenía la sensación como de dejar pasar un tren. Me gustaría conocer el depósito de trenes que pasaron. Debe ser un deshuesadero de esperanzas.

La profesora del curso era doctora, o al menos, eso nos hizo saber. El discurso médico suele ampararse en el respeto que profesa el desconocimiento de sus fieles porque para estos, los tratamientos, los quirófanos, los instrumentos de la medicina llamados medicamentos son, además de ciencia, actos de fe. Tuve un problema desde el minuto uno. No le creía ni una sola palabra a la doctora que me haría dejar de fumar.

La adicción no es psicológica. Si bien el componente del hábito es la primera trinchera en donde el encendedor suele guarecerse, la costumbre se funda en un elemento biológico. El cuerpo no añora, necesita. La adicción es química. Química. Un laboratorio de átomos y valencias que se traslada por la sangre en un descapotable y que no suele creer en la palabra “voluntad”.

Para ella- la doctora-, según nos relató en su introducción, nosotros ya íbamos a “encontrar el camino”. Algo así como “salir del lado oscuro”, según comentó a la carrera. Me sentía tan lejos de ese impostado discurso grupal del “sí se puede”, que lo único que me provocaban eran unas irremediables ganas de fumar. Éramos todos grises y lo sabíamos. Personajes de sobretodo negro que entraron por error a la escenografía de Sarah Kay.

Había gente más grande, con la voz más ajada, que estaban peor que vos, y fumaban más que vos y vos sentías que estabas perdido, pero ellos un poco más. Y era terrible. La manera en la que el pensamiento se activa cuando se pretende sobrevivir con la lógica de la superación personal.

Nos mirábamos entre todos. Muchos estábamos ahí porque en el siempre desmesurado imaginario dejar de fumar, en parte, era pertenecer a una clase de gente más sana, con menos problemas. Era enfermarse menos en el invierno, alejarse del Amoxidal 750 o del Plus, cuya caja parece una broma. “Yo les voy a hacer una recetita a cada uno y con esto van a andar bien”.

Mi compinche y yo prendimos un cigarro ni bien tomamos contacto con la vereda y emprendimos el camino hacia la farmacia. Con esa receta (no reparé en su color hasta una semana después cuando me convertí en un oso Gummi) nos apersonamos en el mostrador de la droguería. La muchacha que nos atendió era amable, lo suficiente como para demorar un trámite rápido. Esa clase de amabilidad que es redundante en el segundo intento, e insufrible en el tercero. Wellbutrin. Eso decía la caja. Para mí era “el remedio de dejar de fumar”. Según la doctora ese fármaco ayudaría a inhibir los receptores de nicotina nacidos en nuestro cerebro.

Pasó una semana. Pasaron dos. La ansiedad se multiplicó por cinco y lo único que pensaba era en fumar. Entonces iba y fumaba. A escondidas, como en la adolescencia. No quería decepcionar a nadie más. Tenía que darme asco. No me daba. El cigarro se consumía en mis pulmones junto con mi culpa. No iba a a batir en el grupo que seguía fumando. Era un fracaso público, que es mucho más terrible que el fracaso privado aunque se trate del mismo fracaso. La gente es mala, y vos también. El Welbutrin había comenzado a ser parte de mi vocabulario. Una tarde, charlando con mi compinche le pregunto cómo le pegaba. Me contó que la tiraba para abajo, que no tenía ganas de nada. Yo tampoco tenía ganas de nada, pero estaba a punto de convertirme en una alpinista de paredes.

Leemos el prospecto. El fármaco que la doctora nos había recetado de forma grupal, sin preguntar si sufrías de algo, o si tenías presión o si tomabas algún otro fármaco, era un antidepresivo. Fue entonces cuando encontramos una explicación a los vaivenes emocionales de las últimas dos semanas y decidimos, casi en conjunto, que bajaríamos a fumar un cigarro y a la mierda el grupo, el Welbutrin y la doctora. Me contacté con un tipo que conoce a un tipo que es psiquiatra grado cinco. “Preguntale si puedo dejar esta mierda de golpe”. La respuesta fue un rotundo: no. Hay que dejarla gradualmente. Así que tuve que seguir tomando Welbutrin sin creer en él, un mes más. Para ese entonces, había vuelto a fumar diez por día y las noches se hacían largas, sin quererlo. Y dios es una máquina de humo.


Continuará.  

domingo, 15 de febrero de 2015

Dejé de fumar -Parte I-

Dejé de fumar. Bueno, como titular suena bien decir eso. Lo cierto es que estoy dejando, o estoy tratando, o estoy luchando por seguir tratando. Hoy es el tercer día y siento que nada es más importante. Que el mundo puede convertirse en vidrio molido de un momento a otro y que, si eso pasa, yo voy a salir corriendo en busca de mi última caja y me voy a prender un cigarro antes de desaparecer por completo. 

Me da rabia no haber cargado de simbolismo el último que me fumé. Y lamento pensar que exhalé el último humo del último cigarro sin saber que sería el último. Lamento no haber puesto una canción que me guste, y escucharla desde la penumbra, mirando cómo la brasa se vuelve puntiaguda conforme se consume y te consume. Lamento recordar que mientras fumaba mi último cigarro estaba la tele prendida, y canal diez proyectaba Ahora caigo.

Miguel Hernández dice: “yo nací en mala luna”. Cuando fui creciendo una leyenda rondaba mi propia vida: nací asfixiada. Con el tiempo comprendí que “asfixiada” era un poco más grave que “sin respirar”, pero más eufemística que “nací muerta”. Mi madre había enterrado a su padre unos días antes del parto. Ese en el que nací muerta, o sin respirar. Mi abuelo, su padre, fumaba. Rubios. Toda la vida. La quedó a los 56. Yo no. 

Cumplí 11 o 12. “Jardinera queda acá a la vuelta”, fueron las primeras palabras que alguien me dirigió en mi primer día en el liceo. Tenía 11. Parecía de 9 y estaba en primero de liceo. El timbre sonaba cada 45 minutos. El tiempo pasaba a medirse en
primera y segunda, tercera y cuarta. Los profesores eran gente que no te gustaba y vos tenías 11 pero parecías de 9. No recuerdo exactamente cuándo fue mi primera pitada pero había que hacerse grande de prepo si las tetas no se dignaban a ayudar. Fumar fue una buena opción. Creo que fue con Mariana y Ximena. Un J y M traído de un inframundo de mocasines blancos y Aquí está su disco. La vida no era verdaderamente light. Lo supe a los 9, y a los 11. Lo sé. Dividíamos el cigarro en tres partes con una línea imaginaria. Yo fumaba el principio, Ximena la parte del medio y Mariana el final. Caminábamos hasta el zoológico (una diez cuadras de casa), para llevar a cabo nuestro ritual secreto, contra aquellas paredes surrealistas de animales privados de libertad, entre otras cosas. Cada tanto escuchábamos algún aullido. No nos daba miedo. Más miedo nos daba que pasara el 191 y alguien conocido nos viera.

Cuando jugábamos a las madres, hacía que fumaba. Recortaba meticulosamente papel de calcar y me armaba cigarritos con orégano. Después iba a buscar a mi hijo a la escuela, y mientras acarreaba el imaginario cochecito, hurgaba en mi cartera de jugar a las madres el armado lúdico y secreto. Me hacía sentir grande e importante. Como si ambas cosas pertenecieran a la misma categoría de sensaciones. Con Ximena lo teníamos claro. Siempre supimos que íbamos a fumar. La entrada al liceo fue terreno fértil para materializar nuestro imaginario. Antes de entrar, pasábamos por el kiosko de la esquina, juntábamos las monedas y, según lo recaudado, comprábamos entre 3 y 4 cigarros sueltos, que fumábamos entre las tres, fragmentándolos según la cantidad de recreos y horas puente.

Hace más de quince años que fumo. Esa frase suena mal. Lo sé. Pero suena mal ahora, en 2015, cuando un grupo de gente prende fuego a un tipo en una jaula, y representa teatralmente una realidad que socava el sentido del mundo.

Suena mal que la gente fume cigarros. Porque el Estado se ha encargado de volver objeto de desaprobación a aquellas personas que fuman, es decir, que tienen una adicción, como tantas otras que no están tarifadas por el Estado. Dejo de fumar porque quiero, no porque haya un decreto, o porque paso frío en invierno cuando los bares me echan a la vereda. Dejo de fumar porque me quedé afónica con el penúltimo cigarro que fumé y me asusté. Porque soy una tipa de las palabras, y me gusta hablar. No puedo ceder la voz. Dejo de fumar para ver qué sienten las felices personas que no fuman ni jamás lo hicieron, y aquellas que dejaron, que pudieron y que vos no podés creer cómo carajo hicieron. Dejo de fumar para ver si me pasa todo eso que tiene que pasar, para ver qué voy a hacer ahora mientras escriba un cuento, y cuando lo termine, ¿qué voy a hacer? Tomar un jugo Tang como para seguir haciendo daño al organismo y que no extrañe. El pucho también es victoria. Y ese es el peor hábito. Placer al placer. ¿Qué pasa ahora? ¿Cómo es la vida sin fumar? Cómo es salir con tus amigos, cómo es tomarte tres cervezas, cómo es conversar de cosas importantes y cómo es estar triste, cómo es angustiarte en el laburo, cómo es sentirte definitivamente solo, cómo es tomar café, y hacer el amor y después, ¿qué importan del después?. Fuck you. Cómo es almorzar y cenar. Cómo es esperar el bondi o salir del laburo cuando el sol enchastra la calle Buenos Aires y vos de espaldas lo dejás atrás, porque tu bondi no va para el lado del sol. Cómo es.


No les voy a decir que me siento Renton en Trainspotting. Pero hoy, que es el tercer día y me vine a la apacible calma de la casa de mi padres a superar el carnaval, donde las precauciones de ser grande parecen desaparecer, y donde uno se reencuentra con ese lugar sagrado de estar con personas que jamás te van a dejar tirilla y donde siempre vas a escuchar un “tenés servido” de comida casera, y la cama hecha otra vez, y las sábanas perfumadas de madre y los abrazos. Si dieran Don Francisco esta tarde, se vería con ellos sin patalear. Pero hoy, que es el tercer día, me sudan las manos y hay algo en la boca del estómago que es como una piña desde adentro, y entonces voy y me tomo un buche de agua, porque eso es lo que hay que hacer. Pensar que el agua purifica. Pero lo cierto es que en mi cerebro hay un neurotransmisor que se convirtió en una planta carnívora, que le susurra segundo a segundo a otra planta vecina: nicotina. Desconfíen de todo lo que termina en ina. Mi nombre. Es terrible. Tengo nombre de fármaco, de adicción.  

Continuará.