Quería ir a Coney Island. Quería ver, constatar, caminar el disco de Lou Reed. Hoy, 27 de octubre, hace tres años que se murió.
Coney Island queda lejos de todo, lejos, en una ciudad que se
burla de las distancias con su compleja y aceitada red de subtes y de trenes
que atraviesan la tierra y el aire. Coney Island no es un lugar turístico. Allí no hay japoneses automatizando sus
cámaras, ni mapas, ni gente mirando para arriba con desconcierto de rascacielos.
En Coney Island no hay edificios altos, hay bloques parecidos a los que se ven
en las películas que retratan a los guetos ingleses del No Future.
En Coney Island hay una playa. Unos kilómetros de arena dura
y escasa, que bordea un océano helado, incluso en verano. Detrás, una pasarela
de madera, y más allá, los juegos de un Tony Park de primer mundo, que se resiste
a la llegada de la modernidad. Una modernidad que no es la de la filosofía, una
modernidad que es para nosotros, que volamos desde acá abajo y no lo podemos creer.
La montaña rusa de Coney Island es la más antigua de
Estados Unidos. Sus rieles son de metal; su estructura, de madera. Se llama Cyclone.
Hace ruido de tracción, y los gritos que se escuchan desde ahí no son de
diversión, son alaridos de miedo y pánico. La fila es breve.
Frente a ella, un cartel a modo de marquesina con escasas
luces anuncia el recorrido del Freak Show. En la puerta, el maestro de
ceremonia, Virgilio de pavimentos y calesitas, invita a recorrer los misterios
de la casa de abominaciones, mientras una señorita a la usanza Pin Up se gana
su sueldo parada arriba de un banquito con ademanes de Bettie Page importada de
un suburbio de monoblocs.
Desde arriba de la rueda gigante se ve Coney Island, casi
como la foto emblemática, en blanco y negro, cuando su esplendor la llenaba de
trajes de baño y algodones de azúcar para calmar ansiedades fabricadas en el
Empire State.
A metros de las atracciones, Coney Island no puede disimular
lo que fue, lo que es. Los inmigrantes
latinos la miran como tierra de nadie y te advierten que tengas cuidado si
vas, porque ahí, en ese lugar, podría pasarte algo.
Lo que a mí me pasó fue subirme a la rueda gigante y a la
montaña rusa y experimentar una mezcla de miedo y asombro inédita, caminar
entre los contenedores periféricos, observar los esqueletos de juegos que
alguna vez estuvieron prendidos, y que ahora eran fósiles, huesos de metal en
un desierto de cemento y diversión austera. Me senté a mirar el océano y miré
para atrás, y escuché los gritos y las canciones. Y pude ver a Lou Reed
caminando por ahí, como un fantasma de los que no asustan.
Aquel día, a la vuelta, tomé un tren de los que pasan por
vías sostenidas en el aire y lastiman fachadas, haciendo vibrar paredes y
escondites. Entre las casitas, el cielo cambiaba de color y desde lejos vi la
puesta de la rueda gigante, que desaparecía entre las antenas de las azoteas.
En mis auriculares sonaba Perfect Day, porque Coney Island Baby, no lo tenía.
“Pero recuerda que la
ciudad es un sitio extraño. Una especie de circo o cloaca. Y recuerda que la
gente es distinta, y tiene gustos muy peculiares. Y la gloria del amor. Es la
gloria del amor la que te sacará adelante. […] Ahora soy un chico de Coney Island”.