lunes, 18 de mayo de 2015

Un monstruo con la voz rota

Los tres juglares nos acomodamos en nuestros puestos. La maestra nos miraba como un director de orquesta desde la primera fila, y esperamos su señal para arrancar. Unos años antes, en el jardín donde los niños son infantes como la realeza, también me habían seleccionado para recitar. Luzco como una consigna en miniatura escapada de una revolución del siglo XX.  El del jardín era un disfraz, el de la escuela un uniforme. Mi moña azul tenía elástico en vez de alfiler. Un elástico de mercería, áspero y grueso, que se aferraba con saña al acrocel de la túnica que cubría mi cuello y ese día dividía mi yugular en dos.

Aquel 18 de mayo recitaríamos después del desfile de abanderados y escoltas. Cuando nos entregaron el poema nos repartimos las estrofas como figuritas mientras despellejábamos un alfajor de maicena. Ahí estaba. La palabra “enronquece” me interpeló de entrada. Una aliteración escapada del infierno, quería exiliarse en la memoria de una niña de nueve años con la nariz tapada.

La ensayé con responsabilidad y activé todos los artilugios que me ayudaran a recordarla. Mi mente la repasaba mientras constataba que mi madre no tenía paciencia para hacerme la cocoa, siempre blanca debajo de la gruesa capa de espuma marrón erosionada contra el borde de la taza; otras veces me quedaba como ausente en los almuerzos familiares y la dibujaba en el plato, con letra cursiva entre los tallarines, que también son en cursiva.

Era la palabra con más presencia de mi estrofa y mi memoria se negaba a fijarla. Se convirtió en una criatura amorfa y dentada que podía encontrarme debajo de la cama. Quise conocerla. La busqué en el Larousse ilustrado de tapa roja que soportaba los embistes de todos los libros en ese estante de la repisa. Era una palabra ronca. Un monstruo con la voz rota.

Minutos antes del comienzo del acto, me hice invisible y corrí hasta el salón. Hurgué en la mochila mordiéndome el labio inferior hasta lacerarlo y saqué de la cartuchera la lapicera de doce colores. La tinta tenía la particularidad de ser perfumada. Un aroma similar al de las hojitas de carta que ligabas en algún trueque lúcido, al de los diarios íntimos con candado, o al pan con manteca y azúcar. Elegí el verde y me hice tiempo, incluso, para subrayar con violeta.  Cuando después del acto cruzamos a Batuk para festejar con el helado más grande de la ciudad, mi madre me preguntó qué tenía anotado en la palma de la mano. Una palabra, le respondí al hundir la cuchara en la desmesura de dulce de leche granizado. Una palabra.

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