"La única y suprema voluptuosidad del amor consiste en la certeza de hacer el mal".
Ch. Baudelaire
House
of Cards no es una serie sobre la Casa Blanca, tampoco es
esencialmente una serie sobre política. Es más un arquetipo de
acciones que podrían funcionar en cualquier escenario que haga
intervenir relaciones de poder: desde una cancha de fútbol, una
oficina, o una universidad.
La
clave de la serie -que tiene tantas virtudes que difuminan
rápidamente sus defectos-, es la revalorización del discurso como
creador de mundo; la retórica cómo mecanismo de supervivencia, la
construcción de los personajes no tanto por lo que hacen, sino por
lo que dicen -valoración que también hago de True detective-, en
donde ya no importa tanto el desplazamiento y el golpe de efecto
escenográfico, importa retener cada palabra, para decodificar, para
entender.
Frank
Underwood, el congresista protagonista, es un tipo que tiene poder. ¿Pero en dónde reside ese
poder? En la primera temporada aspira a un cargo que le fue vedado,
él mismo cae en la trampa de su brillantez. Es demasiado bueno
jugando el juego de Caronte, llevando almas de un lado al otro de las
cámaras. Su verdadero poder es su inteligencia ligada al
pragmatismo. No hay en él rastro de reflexión abstracta, el
pensamiento no es un ejercicio, es un medio para llevar a cabo las
acciones.
En
cada hecho, aún desgraciado, Underwood identifica una oportunidad,
casi como un Cyborg que desdobla la realidad en un segundo nivel de
percepción, que solo él parece identificar. Como si fuese poco,
tiene el don de la persuasión. Underwood jamás promete, hace. El
ascenso de su reputación está ligado a una única variable: su
carencia total de escrúpulos.
Underwood
es autosuficiente, solo porque tiene una esposa que lo completa. Esa
mujer a la que dijo amar en el primer episodio desempeña en la
historia el rol del mayordomo que ve al súperhéroe desnudo en la
guarida, que es la casa de los dos. No hay en ese vínculo muestras
naturalizadas del amor: los besos son casi inexistentes, a los sumo
gestos de labios contenidos para los flashes al estilo Bolocco-Menem;
tampoco hay manifestaciones de cariño, ni encuentros sexuales. Hay,
sin embargo, certezas de querer permanecer unidos para salvarse, y
para cumplir con un cometido que parece estar decidido desde siempre.
Frank y Claire se aman, acaso como víctima y verdugo
alternativamente, sobre todo en aquellos momentos en los que los
intereses de uno, van en desmedro de las intenciones del otro.
Ninguno es un sujeto del amor, son presas del pacto que llevan
adelante. Lo que importa es el fin. De Maquiavelo, ya se ha hablado
mucho.
Ella sabe bien
"El amor no es una suerte de negociación entre dos individuos. Es la creación de un nuevo punto de vista sobre el mundo mismo: el punto de vista de los Dos. Es el principio de una idea poderosa que puede devenir, finalmente, en una idea política". A. Badiou.
Claire
es un personaje que va creciendo en la historia sin pedirle permiso
al guión. Tiene demasiadas cualidades como para no pelearle a Frank
el protagónico. La pareja es un personaje colectivo, que no obra sin el consentimiento o el aval del otro. En un primer momento parece
haber en ella muestras de algún tipo de escrúpulo, aunque mínimas,
que se van diluyendo a medida que el personaje comienza a tener más
participación en la historia. En ese devenir, es explícita la
lealtad, aún sin estar de acuerdo, que Claire le ofrenda a su
esposo. En este sentido, para poder concretar un plan de Frank, es
capaz de despedir sin que le tiemble el pulso a la mitad de sus
empleados, incluida su mano derecha. Sus escrúpulos son tan finitos
como su cuello y tan peligrosos como los de Frank.
El
pacto entre ambos involucra las nociones de verdad. Si el vínculo
funciona entre ellos, es porque los dos tienen claro que debe haber
fisuras o mecanismos de escape, que los acerquen a un mundo más real
que el salón oval de la Casa Blanca. Frank conoce perfectamente el
talón de aquiles de Claire y, si bien trata de no intervenir en el
albedrío de sus esposa, sabe que podría ser un factor de distorsión
del pacto. Claire tiene un viejo amor que acecha en el presente. En
este sentido, la conciencia del amor aparece como la posibilidad de
compartir con el otro desde un lugar sin intereses, un lugar
primigenio e instintivo que atentaría, a priori, contra cualquier
plan trazado desde la frialdad de un despacho. Frank lo sabe y como
si fuera incluso un padre protector, deja salir a su esposa un rato,
sabiendo que a las 4 tiene que estar de vuelta.
Por
su parte, Frank también establece un vínculo paralelo a la relación
con su esposa. Zoe Barnes es una joven periodista, que pasa por alto
los dilemas éticos del oficio, y comienza un vínculo sexual con su
fuente: el congresista Underwood. No existe en House of Cards una
representación arquetípica de las relaciones amorosas. Todos los
personajes están rotos y, desde su incapacidad de construir al otro,
ofertan la clase de amor que cada uno puede dar. Un amor que es
pacto, acuerdo, secreto, sumisión.
I´m the danger
Walter
White abrió una brecha. Ya no se trataba de un personaje común que
tenía matices y que podría obrar y/o equivocarse, acaso como lo
hacen el resto de las personas de este mundo. Walter White pasó a
ser la encarnación del mal, al menos en el sentido de San Agustín
para quien el mal es un defecto del bien. En este sentido, uno de
tantos bajo los que se puede interpretar el devenir de un personaje,
el libre albedrío de sus elecciones, mutó en encarnación del mal
-siempre como defecto del bien, pues Walter tenía una vida anterior
que así lo demostraba en su arquetipo: padre de familia y profesor-
de un personaje que, aún siendo la antítesis de lo cool, se
convirtió en referente y en remera.
Otro
caso es Dexter. Con la consigna de quitar del medio a “la basura
social” y así canalizar un instinto de destrucción, nos hicimos
fans de un asesino en serie. Un personaje que respetaba a rajatabla
el génesis de historieta, en donde había un pasado que justificaba
sus acciones en el presente. Dexter luchaba con su “pasajero
oscuro”, esa pulsión de muerte que lo hacía vivir. No había en
él libre albedrío, sus acciones en el mundo eran tan prisioneras
como él, en un contenedor portuario lleno de sangre.
Frank
Underwood, que por cierto es un personaje único en el mundo de las
series, no es cien por ciento original – lo que no significa que no
sea excelente-. Frank es incluso mucho más peligroso que Walter
White o que Dexter: opera desde la esfera más alta del poder del
país más poderoso del mundo, y su horizonte de códigos de conducta
es mucho más reducido que el de los dos primeros.
Lo
que hasta cierto punto de la serie vuelve atractivo a Frank, es que
no necesita valerse de recursos grandilocuentes o efectistas para
lograr sus cometidos. Ni cuchillos, ni gases, ni ricina. Su mejor arma
son las palabras. La construcción discursiva capaz de correr de eje
a otro personaje, de armar la fábula sin fisuras, y de paso, como de
taquito, meter un bocadillo mirando a la cámara, hablándonos.
Llevando hasta el límite de la efectividad el monólogo interior.
Las reflexiones de Frank mirando a cámara son la rúbrica de las
acciones de su personaje, son la complicidad, el momento de
reflexión, el descargo de un frase que uno quiere retener para
postear un estado de Facebook.
Si
tengo que señalar un defecto de la serie, marco con flúor el primer
asesinato de Frank. Si bien la muerte de Russo (que por cierto era un
personaje altísimo) abre nuevas posibilidades para el guión; hace
virar a la serie hacia el policial y quita del eje lo que más
valioso tenía: la posibilidad de atrapar solo con retórica. Cuando
Frank asesina a Russo, tuve miedo de que volviera a suceder. Pensé
en que sería una ingenuidad por parte de los guionistas. Volvió a
pasar. Si vos tenés un personaje que te rinde porque lo dotaste con
una inteligencia que, si bien no es superior, es audaz y astuta, que
tiene el don de la retórica, que no tiene escrúpulos y que puede
conseguir lo que quiere, no había necesidad de convertirlo en un
asesino. El asesinato anula cualquier posibilidad de elaboración.
Ahora el espectador sabe que cuando a Frank se le complique la
resolución de un conflicto, ya no habrá estrategia ni planes
subrepticios de los que ser testigos, basta con esperar que empuje a
alguien sobre las vías del subte. A cambio, empezamos a ser
testigos de una serie de gatos y ratones en donde unos buscan la
verdad, y los otros la disfrazan.
Aún
con ese exceso en el guión, House of Cards nos regala una hora y
media de actuación de Kevin Spacey, nos recuerda que las palabras
valen más que una bóveda llena de guita, y que la Casa Blanca
podría ser la casa de muñecas de Ibsen. Después de todo, cazar
o ser cazado.