domingo, 23 de marzo de 2014

House of Cards: Cuentos de amor, de retórica y de muerte

"La única y suprema voluptuosidad del amor consiste en la certeza de hacer el mal".
Ch. Baudelaire

En la descripción de su mundo que el congresista Frank Underwood regala a la cámara en el primer episodio Claire, su esposa, es introducida a través de una declaración. “Amo a esta mujer”, nos dice el personaje del que al momento poco sabemos. Solo vimos cómo transformó la agonía de un perro atropellado en la vereda de su casa en una muerte segura, al quebrarle el cuello a escondidas de sus vecinos.

House of Cards no es una serie sobre la Casa Blanca, tampoco es esencialmente una serie sobre política. Es más un arquetipo de acciones que podrían funcionar en cualquier escenario que haga intervenir relaciones de poder: desde una cancha de fútbol, una oficina, o una universidad.

La clave de la serie -que tiene tantas virtudes que difuminan rápidamente sus defectos-, es la revalorización del discurso como creador de mundo; la retórica cómo mecanismo de supervivencia, la construcción de los personajes no tanto por lo que hacen, sino por lo que dicen -valoración que también hago de True detective-, en donde ya no importa tanto el desplazamiento y el golpe de efecto escenográfico, importa retener cada palabra, para decodificar, para entender.

Frank Underwood, el congresista protagonista, es un tipo que tiene poder. ¿Pero en dónde reside ese poder? En la primera temporada aspira a un cargo que le fue vedado, él mismo cae en la trampa de su brillantez. Es demasiado bueno jugando el juego de Caronte, llevando almas de un lado al otro de las cámaras. Su verdadero poder es su inteligencia ligada al pragmatismo. No hay en él rastro de reflexión abstracta, el pensamiento no es un ejercicio, es un medio para llevar a cabo las acciones.

En cada hecho, aún desgraciado, Underwood identifica una oportunidad, casi como un Cyborg que desdobla la realidad en un segundo nivel de percepción, que solo él parece identificar. Como si fuese poco, tiene el don de la persuasión. Underwood jamás promete, hace. El ascenso de su reputación está ligado a una única variable: su carencia total de escrúpulos.

Underwood es autosuficiente, solo porque tiene una esposa que lo completa. Esa mujer a la que dijo amar en el primer episodio desempeña en la historia el rol del mayordomo que ve al súperhéroe desnudo en la guarida, que es la casa de los dos. No hay en ese vínculo muestras naturalizadas del amor: los besos son casi inexistentes, a los sumo gestos de labios contenidos para los flashes al estilo Bolocco-Menem; tampoco hay manifestaciones de cariño, ni encuentros sexuales. Hay, sin embargo, certezas de querer permanecer unidos para salvarse, y para cumplir con un cometido que parece estar decidido desde siempre. Frank y Claire se aman, acaso como víctima y verdugo alternativamente, sobre todo en aquellos momentos en los que los intereses de uno, van en desmedro de las intenciones del otro. Ninguno es un sujeto del amor, son presas del pacto que llevan adelante. Lo que importa es el fin. De Maquiavelo, ya se ha hablado mucho.

Ella sabe bien


"El amor no es una suerte de negociación entre dos individuos. Es la creación de un nuevo punto de vista sobre el mundo mismo: el punto de vista de los Dos. Es el principio de una idea poderosa que puede devenir, finalmente, en una idea política". A. Badiou.


Claire es un personaje que va creciendo en la historia sin pedirle permiso al guión. Tiene demasiadas cualidades como para no pelearle a Frank el protagónico. La pareja es un personaje colectivo, que no obra sin el consentimiento o el aval del otro. En un primer momento parece haber en ella muestras de algún tipo de escrúpulo, aunque mínimas, que se van diluyendo a medida que el personaje comienza a tener más participación en la historia. En ese devenir, es explícita la lealtad, aún sin estar de acuerdo, que Claire le ofrenda a su esposo. En este sentido, para poder concretar un plan de Frank, es capaz de despedir sin que le tiemble el pulso a la mitad de sus empleados, incluida su mano derecha. Sus escrúpulos son tan finitos como su cuello y tan peligrosos como los de Frank.

El pacto entre ambos involucra las nociones de verdad. Si el vínculo funciona entre ellos, es porque los dos tienen claro que debe haber fisuras o mecanismos de escape, que los acerquen a un mundo más real que el salón oval de la Casa Blanca. Frank conoce perfectamente el talón de aquiles de Claire y, si bien trata de no intervenir en el albedrío de sus esposa, sabe que podría ser un factor de distorsión del pacto. Claire tiene un viejo amor que acecha en el presente. En este sentido, la conciencia del amor aparece como la posibilidad de compartir con el otro desde un lugar sin intereses, un lugar primigenio e instintivo que atentaría, a priori, contra cualquier plan trazado desde la frialdad de un despacho. Frank lo sabe y como si fuera incluso un padre protector, deja salir a su esposa un rato, sabiendo que a las 4 tiene que estar de vuelta.

Por su parte, Frank también establece un vínculo paralelo a la relación con su esposa. Zoe Barnes es una joven periodista, que pasa por alto los dilemas éticos del oficio, y comienza un vínculo sexual con su fuente: el congresista Underwood. No existe en House of Cards una representación arquetípica de las relaciones amorosas. Todos los personajes están rotos y, desde su incapacidad de construir al otro, ofertan la clase de amor que cada uno puede dar. Un amor que es pacto, acuerdo, secreto, sumisión.

I´m the danger


Walter White abrió una brecha. Ya no se trataba de un personaje común que tenía matices y que podría obrar y/o equivocarse, acaso como lo hacen el resto de las personas de este mundo. Walter White pasó a ser la encarnación del mal, al menos en el sentido de San Agustín para quien el mal es un defecto del bien. En este sentido, uno de tantos bajo los que se puede interpretar el devenir de un personaje, el libre albedrío de sus elecciones, mutó en encarnación del mal -siempre como defecto del bien, pues Walter tenía una vida anterior que así lo demostraba en su arquetipo: padre de familia y profesor- de un personaje que, aún siendo la antítesis de lo cool, se convirtió en referente y en remera.

Otro caso es Dexter. Con la consigna de quitar del medio a “la basura social” y así canalizar un instinto de destrucción, nos hicimos fans de un asesino en serie. Un personaje que respetaba a rajatabla el génesis de historieta, en donde había un pasado que justificaba sus acciones en el presente. Dexter luchaba con su “pasajero oscuro”, esa pulsión de muerte que lo hacía vivir. No había en él libre albedrío, sus acciones en el mundo eran tan prisioneras como él, en un contenedor portuario lleno de sangre.


Frank Underwood, que por cierto es un personaje único en el mundo de las series, no es cien por ciento original – lo que no significa que no sea excelente-. Frank es incluso mucho más peligroso que Walter White o que Dexter: opera desde la esfera más alta del poder del país más poderoso del mundo, y su horizonte de códigos de conducta es mucho más reducido que el de los dos primeros.

Lo que hasta cierto punto de la serie vuelve atractivo a Frank, es que no necesita valerse de recursos grandilocuentes o efectistas para lograr sus cometidos. Ni cuchillos, ni gases, ni ricina. Su mejor arma son las palabras. La construcción discursiva capaz de correr de eje a otro personaje, de armar la fábula sin fisuras, y de paso, como de taquito, meter un bocadillo mirando a la cámara, hablándonos. Llevando hasta el límite de la efectividad el monólogo interior. Las reflexiones de Frank mirando a cámara son la rúbrica de las acciones de su personaje, son la complicidad, el momento de reflexión, el descargo de un frase que uno quiere retener para postear un estado de Facebook.

Si tengo que señalar un defecto de la serie, marco con flúor el primer asesinato de Frank. Si bien la muerte de Russo (que por cierto era un personaje altísimo) abre nuevas posibilidades para el guión; hace virar a la serie hacia el policial y quita del eje lo que más valioso tenía: la posibilidad de atrapar solo con retórica. Cuando Frank asesina a Russo, tuve miedo de que volviera a suceder. Pensé en que sería una ingenuidad por parte de los guionistas. Volvió a pasar. Si vos tenés un personaje que te rinde porque lo dotaste con una inteligencia que, si bien no es superior, es audaz y astuta, que tiene el don de la retórica, que no tiene escrúpulos y que puede conseguir lo que quiere, no había necesidad de convertirlo en un asesino. El asesinato anula cualquier posibilidad de elaboración. Ahora el espectador sabe que cuando a Frank se le complique la resolución de un conflicto, ya no habrá estrategia ni planes subrepticios de los que ser testigos, basta con esperar que empuje a alguien sobre las vías del subte. A cambio, empezamos a ser testigos de una serie de gatos y ratones en donde unos buscan la verdad, y los otros la disfrazan.

Aún con ese exceso en el guión, House of Cards nos regala una hora y media de actuación de Kevin Spacey, nos recuerda que las palabras valen más que una bóveda llena de guita, y que la Casa Blanca podría ser la casa de muñecas de Ibsen. Después de todo, cazar o ser cazado.